La necesaria disciplina

Cuando era pequeño, ya hace tiempo de eso, los niños recibían un trato muy distinto. Solo puedo hablar de lo que fui testigo, desde luego, pero eran prácticas muy extendidas. El niño, como ahora, era una ser en formación necesitado de una serie de orientaciones para crecer recto, como los árboles. Existe un refrán muy conocido —«Al arbolito, desde chiquito»— que nos habla precisamente de eso. Si el arbolito no está sujeto a un tutor, normalmente un palo de madera, es muy fácil que crezca torcido, casi seguro que lo hará. Las amenazas a la rectitud de su crecimiento son muchas y el no crecer recto supondrá para la planta una serie de problemas en su edad adulta que se hubiesen evitado solo con la tutorización adecuada. ¿Cómo se conseguía entonces que los niños alcanzaran la rectitud del árbol, esto es, la formalidad y los buenos modales que le permitirían prosperar en la vida? En los colegios había uno infalible, la bofetada, también llamada, atendiendo a las distintas variedades de su ejecución, torta, guantada, sopapo, cachete, bofetón, guantazo, galleta, cate, palmada, revés, hostia, cosque, mamporro, mojicón, cachetón, soplamocos, tortazo, etc. Allí no se escapaba nadie, ya fuera el hijo del alcalde, lo que constituía una suerte de sana igualación social. Si, por ejemplo, había más jaleo de la cuenta en la formación de una fila —se conservaban prácticas militares en los colegios de entonces—, si se estaba tardando más de la cuenta en formar porque alguien no quería el sitio que le había tocado o porque dos chiquillos habían empezado a zurrarse, el maestro llegaba y, con una generosidad y una fluencia hijas de la práctica, empezaba a repartir guantazos. El remedio era infalible: la fila se formaba al instante. Nadie discutía la autoridad del maestro ni su derecho a imponer castigos. Es cierto que había profesionales de la enseñanza que abusaban de su autoridad y su fuerza y daban auténticas palizas a los alumnos, pero eran minoría. En general, los cachetes se deban de forma natural, proporcionada y con ánimo corrector.

En las casas pasaba algo parecido. El padre era un señor cuya autoridad nadie ponía en duda. No era amigo del hijo, era su padre. Dudo mucho que nadie pueda ser amigo de su hijo: para eso tiene que existir afinidades y sensación de igualdad, y padre e hijo viven circunstancias muy distintas. Habría de todo, por supuesto, pero el padre de entonces basaba su autoridad más en la voz y en los gestos que en el uso de la violencia. La madre, sí, ella era otra cosa. Convivía más con los niños, los conocía mejor, los soportaba más —las familias solían ser numerosas— y tenía un medio de persuasión y castigo conocido como «la chancla», aún vigente en zonas cálidas, donde esa variedad de calzado resulta más usada. El método, como muchos lectores saben, consiste en el azotamiento del trasero del niño, zona de la anatomía provista de un buen cojín para soportar los golpes. Los azotes se daban con la suela de una chancla, un objeto elástico y poco contundente. El resultado solía ser el mismo obtenido por el padre pero de una forma menos fría, más cercana y con menos carga de temor, pues el padre a la antigua usanza imponía respeto a base de severidad.

Conozco mucha gente de mi edad y no sé de nadie que esté traumatizado por haber recibido ese tipo de educación, basada en la autoridad. Muchos de ellos, además, son profesionales de prestigio y llevan una vida plena.

Ahora nos encontramos con problemas de convivencia, incluso de seguridad, impensables hace décadas. Sus causantes son jovencitos, a menudo poco más que adolescentes, a los que nadie guio adecuadamente en su infancia. Atemorizan a los demás en lugares públicos, comercios o plazas, con sus malos modos y sus amenazas. Son chiquillos que han crecido en una sociedad demasiado permisiva con sus salidas de tono. Hay adultos, bien intencionados, que hablan de la necesidad de pararles los pies. Lo veo muy difícil. Si en su día, cuando era necesaria la guía, la educación, no hubo nadie que la diera por el cambio drástico que ha habido en los colegios y las familias—un cambio que puede resumirse en la supresión de la autoridad en aquellas personas, como maestros y padres, que deben tenerla—, el árbol ya ha crecido torcido y ponerlo derecho ahora es imposible. No digo que haya que volver a los guantazos en los colegios, o a tratar de usted al padre, pero sí que existe la necesidad de encontrar un término medio entre las dos formas de educar. Ni aquel extremo ni este de ahora, donde los niños crecen torcidos, como arbolitos abandonados a su suerte.

 

Imagen de periodicohora25forestal.blogspot.com.

 

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Víctor Espuny

 

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