La línea del horizonte

Fumar era una de las costumbres más extendidas en la España de mi infancia y mi primera juventud. Se hacía en cualquier sitio. Dentro de los autobuses y los aviones te mantenías en una nube de humo durante todo el viaje; solo te pedían que apagaras el cigarro en los momentos de aterrizar y despegar de los aviones. En los quirófanos, en el transcurso de las cirugías, se escuchaban órdenes como “Pinzas” y “Bisturí” pero también “Calada” o “Enciéndame otro, Mari Pili”. Así era la vida entonces. Fumábamos todos, en cualquier sitio y a cualquier hora. Irte a tu casa sin tabaco era algo difícil de sobrellevar, tanto que podías verte fumando tus propias colillas a las doce de la noche o, si eras muy dependiente, saliendo a buscar tabaco a las una y media. A veces tenías que ir hasta una gasolinera del extrarradio para encontrar el tabaco. Éramos auténticos drogadictos. 

Hace ya diez años que fumé mi último cigarrillo. Y no lo llevo mal. Me imagino que cada exfumador posee sus propias estrategias. Las mía principal consiste en valorar la recuperación de sensaciones que había olvidado por culpa del tabaco, algunas perdidas desde que comencé a fumar con quinces años. Una, básica, fue el olfato. Al dejar de fumar descubrí que podía oler de manera mucho más intensa y que había perdido la conciencia de ello. Advertí lo mal que huele un fumador, y eso reforzó mi voluntad. Otra sensación fue puramente funcional. Después de cuarenta años fumando ya me cansaba haciendo deporte o, simplemente, subiendo una escalera. Y me daba coraje. Dejar de fumar me ayudó a recuperar mi forma física, gané calidad de vida. Vencer esa dependencia solo tiene ventajas, es indudable. Pero haber fumado te da conocimiento: adquieres la cultura del fumador. Gracias a ella puedes apreciar mejor lo que ves, entender algunas cosas. 

La última película de Steven Spielberg, Los Fabelman, llegó a los cines españoles hace un par de semanas. Se trata de una recreación de sus primeros años, aquellos de formación, los que van desde su primera infancia hasta que empezó a trabajar profesionalmente en el cine. Quería verla. Siempre me han interesado las biografías, autobiografías en este caso, de las personas creativas, el conocimiento de los mecanismos y circunstancias que hacen que alguien sea capaz de dedicar su tiempo a crear mundos a la manera de un pequeño dios. La película me gustó, la recomiendo a cualquiera que ame el cine, pero una de sus secuencias lo hizo especialmente. (Atención: los que prefieran no saber nada del argumento no deben seguir leyendo). Es casi la última. Se trata de un encuentro entre un Steven Spielberg saliendo de la adolescencia y un John Ford septuagenario, cerca de su muerte, cuando ya había rodado sus principales películas y era una celebridad; Ford aparece interpretado por un irreconocible David Lynch. 

En su primer día como meritorio en una productora, un empleado le pregunta al muchacho si quiere conocer al legendario director. Este tiene su oficina a solo unos metros. Spielberg accede, por supuesto, y entra en la antesala del despacho de Ford, donde la secretaria le dice que se siente a esperar, que el señor Ford ha salido a comer. Mientras espera, el muchacho mira las carteleras colgadas de las paredes y el tiempo de espera se le hace cortísimo (al espectador también). Justo entonces entra un hombre refunfuñando. Es viejo y tuerto de un ojo; va afeitado y lleva toda la cara llena de señales de besos. Pasa sin saludar y entra en su despacho. La secretaria, una mujer mayor que lo conoce bien, sale corriendo muy apurada con unos pañuelos de papel y vuelve más tranquila, con los pañuelos llenos de carmín. Entonces le desea suerte al muchacho y le invita a pasar. Mientras, sentado a su mesa, Ford ha empezado encender un puro. Cualquiera que los haya fumado, o haya convivido con un fumador, sabe lo importante que es encender bien uno de esos puros cubanos largos y gordos como una moneda de cincuenta céntimos. Es una operación fundamental: de ella depende que el puro tire bien y se pueda disfrutar de él. John Ford acaba de llegar de comer. Se supone que su comida ha sido placentera aunque interrumpida a menudo por la nube de aspirantes a actrices que han querido saludarlo y le han dejado la cara llena de lápiz de labios. En ese momento, Ford, el fumador solo quiere tranquilidad para poder realizar la operación de manera correcta. No llegué a contar las tomas de todo el proceso pero fueron, seguro, más de diez: primeros planos del puro, del cortapuros, de la caja de cerillas, etc. Se trata de un momento muy importante de la jornada del director. Y es ahí donde Steven Spielberg, un completo desconocido que ha llegado a aquel despacho sin padrino alguno, solo llevado por la suerte, demuestra su talento. ¿Qué dice Spielberg? Nada. Permanece de pie, ante la mesa, completamente quieto y callado, a la espera de que el venerado director concluya aquella laboriosa operación y le dirija la palabra. En esos instantes de espera se demuestra la discreción que el muchacho posee. Luego, Ford, satisfecho con su puro bien encendido, le da unos valiosos consejos sobre el encuadre de paisajes, consejos básicos, fundamentales, pero que mucha gente ignora. Al acabar le enseña la puerta, por supuesto, pero sin el respeto al ceremonial que el muchacho ha demostrado no hubiera recibido los consejos, no los hubiera merecido. Y todo por dejar que alguien encienda un puro tranquilamente. 

 

Detalle  de una imagen de John Ford proveniente de Twitter, donde aparece sin mención al autor, costumbre mala pero muy extendida. (Sin artistas el arte no existiría).

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Víctor Espuny.

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