La gran nevada
Dicen ―pero no conozco a nadie que pueda dar noticia de que sea cierto― que cuando alguien se encuentra en ese indefinible punto separador entre la vida y la muerte ve pasar ante sí, como si de una película se tratase, su vida completa. Sin embargo, tal vez haya algo de eso. En la primera línea de Cien años de soledad leemos que, ante el pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía recordó el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo, y a partir de ahí se nos abren las puertas del mágico universo de Macondo; y cuando Pascual Duarte, a punto de ser ejecutado, escribe en una carta «Yo, señor, no soy malo; aunque no me faltarían motivos para serlo», arranca el terrible relato de su vida. Ambos textos me hacen pensar en el valor de la memoria y de los recuerdos.
Sí es cierto ―en cambio― que no hace falta estar en el trance por el que pasaron el coronel Buendía o Pascual Duarte para que nos asalten los recuerdos. En mi caso, muchos cobran vida por una razón distinta, la traumática salida de mi pueblo. Traumática por inesperada. El traslado familiar se produjo mientras yo hacía la mili y no tuve ocasión de despedirme de mis amigos. Con el tiempo, recuperé el contacto con muchos; a otros, los perdí para siempre: del hijo de un sastre que vivía en Sor Ángela de la Cruz o del hijo de un zapatero que vivía en Luis de Molina jamás he vuelto a saber de ellos.
¿Qué hace que los recuerdos afloren en nuestra memoria en los más insospechados momentos, o cuál es el papel de la memoria para que, por insignificante que pueda parecer un recuerdo, acabe siendo un puntal indispensable para entender el fluir de nuestras vidas?
No sé si esa imprevisibilidad que rige la vida confiere a mis recuerdos un matiz especial y convierte en importantes a algunos que, de otra manera, no hubiesen pasado de ser puramente episódicos. Si el hilo de Ariadna aseguraba la salida de Teseo del laberinto, el ovillo de mi memoria es de un hilo que me conduce permanentemente a Osuna. Como, por ejemplo, el día de la gran nevada. La memoria es caprichosa y juega con nosotros; por eso a veces vacilo. Pero sé que no fue un sueño, que fue algo real. Aunque la imagen retenida de aquel día pueda no coincidir en todo con la realidad.
La nevada de 1954 ―casi setenta años ya― minimizó durante muchos días el interés por cualquier otro suceso. ¿Era febrero? ¿Era marzo? Los gritos de mi hermana, presa de incontenible frenesí, nos despertó con la noticia de la insólita blancura que había invadido todo el pueblo. ¿Quién hubiese imaginado en un pueblo como el nuestro, asentado en una tórrida campiña, que pudiese acumularse tal cantidad de nieve?
Las mujeres olvidaron acudir a la plaza de abastos; los labradores desatendieron su marcha al campo; las oficinas y comercios abrieron tarde sus puertas y quedaron aparcadas las rutinas habituales; los niños no acudimos al colegio. Nadie quería dejar pasar la ocasión de pisar la nieve, de experimentar su tacto frío, de admirar su blancura inigualable. Desde la azotea de mi casa en Luis de Molina contemplaba asombrado el espectáculo insólito de unos tejados despojados de su verdinegro color y de una Colegiata sostenida a hombros por la cohorte de blancos fantasmas en que se había vuelto el higueral…
Algarabía, voces entre alegres e incrédulas ante lo nunca visto. Nadie quería privarse de la emoción de hundir sus pies en el manto que cubría los suelos, de sentir cómo algo tan frío y tan blando crujía al apretar el puño hasta endurecerse por la presión…
En mitad de la desbordada euforia, al llegar a la Alameda algo me sobrecogió. Ratón, así se apodaba aquel barrendero, joven, de corta estatura, de ojos menudos siempre sonrientes, había resbalado, o lo hizo caer un mal movimiento, o se dio un golpe con la pala que manejaba. El resultado fue una escandalosa herida en la pierna, que sangraba abundantemente. Aupándolo sobre su espalda, alguien lo conducía corriendo, a la velocidad que el resbaladizo suelo permitía, hacia el hospital. Ratón no se quejaba. Mantenía la perenne sonrisa de sus ojos vivarachos. Mirando a todas partes, se sentía como héroe que ha sido herido en la batalla. Pero lo que más permanece en mi recuerdo fue el reguero de roja sangre que se dibujaba sobre la blancura del suelo.
Con las horas, el pueblo fue recobrando la calma. Los niños seguíamos con unos juegos que se tornarían tediosos; los mayores recobraban su actividad habitual y algunos buscaron el cálido cobijo del Casino. Las mujeres repararon en que no se podía descuidar la compra porque ese día, como todos, habría que hacer la comida.
Con las horas, el hechizo fue desvaneciéndose. La nieve perdió su inmaculado color. Se tornó un barrizal feo y desagradable que ya no crujía al pisar. Sin embargo, cuando cierro los ojos y pienso en la gran nevada de aquel día de febrero, o tal vez de marzo, del 54, me queda la constancia de no haber vivido una emoción semejante hasta el día ―habrían de pasar bastantes años― en que descubrí la inmensidad del mar…
CUENTOS TRISTES DE MI PUEBLO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.