
Los hechos conocidos estos días sobre el denominado “caso Koldo” implican a importantes políticos socialistas y han desatado los nervios en el gobierno. El juez que instruye el procedimiento considera al exministro Ábalos como intermediario de la trama y la presidenta del Congreso parece cercada por su actuación en Baleares. Incluso la mujer de Pedro Sanchez parece salpicada. Ya veremos qué más depara el asunto. El binomio político-intermediario vuelve con todo su esplendor.
Por otra parte, ayer conocimos el auto de la Sala Penal del Tribunal Supremo por el que, por unanimidad, se acuerda investigar a Puigdemont por un delito de terrorismo en contra del criterio de la Fiscalía, aquella que nuestro presidente presumía de controlar.
Sin ánimo de privarles de su derecho a la presunción de inocencia, parece claro que lo de asumir responsabilidades no va con ellos. Nadie ve justificada su propia dimisión. Aquí, no se va nadie. Cuando la mediocridad sustituye al talento, el ejercicio de la renuncia se complica.
Viendo la reacción de los presuntos implicados, no he podido evitar acordarme de la humildad de aquel hombre que, al constatar que ya no podía ejercer adecuadamente su ministerio, renunció al mismo por el bien de aquello a lo que representaba.
El pasado miércoles se cumplieron once años de la renuncia del Papa Benedicto. Cuando la anunció, expuso: “… después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia…”, explicando que el motivo que le había llevado a la misma era la falta de fuerzas por su avanzada edad: “… el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado”. Si su pontificado fue rico en documentos, obras y mensajes, aquella acción fue, posiblemente, la de mayor brillantez, sólo a la altura de alguien de su capacidad y humildad. Un hecho que quedó para la historia y, sin duda, marcará el futuro de la Iglesia. Por una u otra razón, quien tiene un cargo se aferra a él mientras puede. Por eso, gestos como el del Papa Ratzinger son tan excepcionales.
Recuerdo, asimismo, la incredulidad que motivó el anuncio de Aznar de no volver a presentarse, cuando su victoria parecía segura, según las encuestas. En relación con esto, leí que el presidente Clinton le manifestó su dificultad para comprender que renunciara voluntariamente al mejor cargo del mundo, ser presidente de su país.
Esas actuaciones no sólo se producen en las altas esferas. Diariamente vemos lo difícil que nos resulta asumir las consecuencias de nuestros actos y nos esmeramos en buscar motivos que los justifiquen.
Comparar al Papa alemán con cualquiera de nuestros políticos es una osadía que, espero, me sepan perdonar, pero el ejemplo que ofreció aquel día nos marca el camino y contrasta con la realidad a la que estamos acostumbrados.
