La foto del cubano
Me la ha enviado una amiga por whatsapp, tras una corta conversación sobre mascarillas patrióticas y mascarillas de colorines, y sobre los ciento y pico de imbéciles que aparecen en las noticias del telediario refregándose unos con otras y otras con unos en discotecas y botellonas. Y fíjense. No soy hombre de acumular fotos. Apenas si guardo un par en el teléfono, ninguna en mi ordenador, y mucho menos de las impresas y ordenadas en bonitos álbumes que acaban olvidados en el fondo de algún cajón. Pero algunas quedan dentro al contemplarlas en la pantalla. Dentro de uno. Quiero decir que hay ciertas imágenes que, incluso pasado un largo tiempo tras borrarlas del teléfono, vuelven una y otra vez a primera línea apareciendo entre las páginas del libro que tienes esas semanas entre las manos, entre escena y escena de una película a media tarde, al girar la próxima esquina, o tras apagar la luz de la mesita de noche al dar por finalizada la jornada. Imágenes en color o en blanco y negro que nos recuerdan lo más canalla y vil de la condición humana en estos días en los que aún resuenan los ecos de los aplausos en las ventanas, y los mensajes y canciones de juntos venceremos.
La foto fue tomada en Cuba, a finales de los años sesenta o principios de los setenta del pasado siglo, con Fidel Castro ya instalado como amo y señor del territorio. En el centro de la imagen camina un joven con paso firme y decidido, pelo moreno y largo que le cae sobre los hombros, y vistiendo pantalón ajustado y camisa de color llamativo. Este joven cruza una plaza o avenida entre las filas del pasillo formado por un grupo de hombres y mujeres de distintas edades y aspecto. Pero lo que atrae mi atención de la escena no es el estrecho pasillo por el que el joven es obligado a pasar, sino las miradas y gestos de la multitud que camina alrededor: señoras con apariencia respetable, hombres que bien podrían pasar por caballeros y admirables padres de familia, y algunos muchachos y muchachas de unos quince o dieciséis años. Y todos, absolutamente todos, ríen e insultan al joven que camina con la frente bien alta haciendo caso omiso a esos insultos y miradas de desprecio, al maltrato con que es tratado por la muchedumbre reunida en esa plaza o avenida para ver camino del juzgado o de la prisión al último detenido acusado de maricón.
Cada cual tiene sus ideas sobre la gente. En lo que a mí se refiere, con los años he llegado a la conclusión de que toda mujer u hombre muestra su verdadero rostro en el momento de tener que afrontar su cobardía. Porque si hay algo de lo que puedo estar seguro, es que a todos nos llega (más tarde o más temprano, pero llega) uno o varios momentos en la vida en el que sentimos un temblor en las piernas que nos impide dar el siguiente paso en el camino que queremos o debemos recorrer, o una sequedad en boca y garganta que dejan atragantadas las palabras con las que responder a una amenaza u ofensa. Llegado ese momento, cada uno lucha contra el temblor o la sequedad como buenamente puede, y continúa hacia adelante. Y como toda lucha que todo hombre o mujer mantiene consigo mismo o consigo misma, es digna de respeto, e incluso en algunos casos de admiración. Pero hay una forma de intentar vencer la cobardía a la que no consigo encontrarle justificación posible. Hablo de esa gentuza que participando en la humillación al vencido buscan disimilar u ocultar sus propias sumisiones. Los que pretenden demostrar su adhesión a tal o cual causa (la causa vencedora o políticamente correcta en ese momento, naturalmente) prestando su celo, su presencia y su risa al linchamiento fácil, en grupo, sin riesgos. Los mirones que se reúnen en calles, avenidas o plazas para vociferar y reír al paso de un hombre por un estrecho pasillo, pretendiendo así lavar su propia cobardía y su vergüenza.
Los he conocido en el tajo, trabajando, y entre clase y clase, mientras cursaba mis dos licenciaturas. Me he cruzado con ellos en grandes y pequeñas ciudades, a uno y otro lado del Atlántico, y también aquí mismo, en las calles del pueblo. Porque todos esos canallas que se ríen del joven de la foto siguen entre nosotros. Algunos ya abuelos o abuelas, cobrando la paga y cumpliendo sus últimos años en la cálida compañía de su familia. Otros están atentos a un cambio en la dirección del viento: los y las periodistas que hoy alaban en diversas tertulias televisivas y radiofónicas la declaración de un diputado o ministro de turno al que ayer acusaban de poco menos que de embustero y de ladrón; los profesores y profesoras en colegios e institutos hablando a los alumnos y alumnas sobre los cientos y cientos de asesinados enterrados en cunetas por toda España, y durante los nueve meses que dura el curso no hacen la más mínima mención (aun conociendo los hechos) a ese extenso trozo de tierra que lleva por nombre Paracuellos; los y las artistas que en aquellos meses del 2003 gritaban ¡No a la guerra! (y ni fui ni seré yo quien grite o apoye lo contrario), pero cuando estos mismos artistas eran preguntados en años anteriores o posteriores a ese 2003 por las más de ochocientas personas asesinadas por heroicos gudaris (y entre las personas asesinadas se encuentran niñas y niños menores de doce años), podíamos ver cómo algunos o algunas sufrían un repentino cambio en el color de la cara, a la par que les resbalaba la mierda por el pantalón abajo hasta los tobillos. Otros, y otras, con su habitual desvergüenza, miraban a derecha e izquierda buscando a un conocido, y al encontrarlo se despedían con esa asquerosa sonrisa que los y las caracteriza y diciendo al periodista el socorrido lo siento, pero te tengo que dejar.
Me los encuentro en muchos lugares, y también les oigo hablar. Oigo a esos nenes que acusan de machismo a la derecha y a la extrema derecha (y no seré yo quien defienda lo contrario), pero lo que estos nenes no recuerdan, o no quieren recordar, es cómo hasta hace pocos años pagaban cincuenta euros y la cama aparte para aliviarse, o cuando junto a sus amigos llamaban por medio de números publicitados en internet a mujeres profesionales del estriptis procedentes de países latinoamericanos, y a cambio de una cantidad de dinero reunido entre todos regalaban los servicios de estas mujeres a un amigo en su fiesta de cumpleaños. Me los encuentro, como digo, y también me las encuentro y las oigo hablar a ellas. Oigo a esas jóvenes que no piensan acudir a la manifestación contra la violencia de género, porque eso, según ellas, es un tinglado montado por podemitas y progresistas. Y estas jóvenes, que no se han visto (y probablemente nunca se verán) en la necesidad de responder en una entrevista de trabajo a la pregunta de si piensan quedarse embarazadas, y que además tienen por compañero a un buen marido que no le pega dos ostias un día sí y el otro también y tampoco las obliga abrirse de piernas cada vez que a él le apetece o meterse en la boca ese trozo de carne que le produce arcadas (como sí le ocurre a otra muchas mujeres), pues estas jóvenes, como digo, están tan tranquilas en sus confortables casas, muy orgullosas de su hombre, quien cada noche, después de cenar, lava los platos mientras ellas ven desde su cómoda sofá Sexo en Nueva York o alguna serie por el estilo, donde aparecen mujeres guapas y estupendas que quedan una vez en semana para comer en un restaurante del centro de la ciudad y contarse sus vidas sexuales, porque en ese tipo de series sí que se muestra la realidad de la mujer en su día a día, y no en los libros y artículos escritos por esas feminazis como Nuria Varela, Yadira Calvo, Virginia Woolf, o Emilia Pardo Bazán.
Y ahí seguirán, lamiéndoles las botas a los sucesivos ministros, contando la Historia de este país de manera sesgada, mirando hacia otro lado ante el dolor y el sufrimiento que padecen miles de mujeres en todo el mundo… Y sólo cuando se produzca un cambio en la dirección del viento y el ministro de turno pierda su poder, o sea políticamente correcto o rentable hablar de los fusilados y fusiladas en todos los bandos y de los coches bomba y los tiros en la nuca, o cuando se presente en la puerta de su casa el rostro de una hermana o el de una hija señalado por las marcas que deja la violencia machista, entonces sí. Entonces saldrán a la plaza o avenida para formar el pasillo y apoyar lo que hasta ayer mismo criticaban, bien apretados y dándose codazos unos a otras y otras a unos para salir en la foto.
Álvaro Jiménez Angulo
Imagen: Freepik.
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CON LA PALABRA EN LA BOCA
Lector fiel de las páginas escritas por Virginia Woolf, Dulce Chacón, Pérez Galdós, Buero Vallejo y Ramón J. Sender. Licenciado en Escenografía y Dramaturgia por las escuelas de Arte Dramático de Sevilla y Madrid respectivamente. Máster en Creación Literaria por la Universidad de Sevilla. Máster en Estudios Feministas y de Género por
la Universidad del País Vasco. Docente en Escola Superior de Arte Dramática de Galicia. Cursando estudios de doctorado en el Instituto de Investigaciones Feministas de Madrid.