La calle de la normalidad
Hay cosas tan normales que no pueden ser aburridas, caminos insólitos que al recorrerlos tan deprisa acaban cansando. Todos llegamos los primeros a conocernos, todos nos quedamos hasta el final cuando nos quedamos solos. A veces nos traicionamos y dejamos nuestra integridad en manos de otras personas, del azar o del sueño. Dormimos para no pensar, o acaso para no hacerlo con los ojos abiertos, tenemos amigos para trapichear con los sentimientos, los tuyos por los míos, los míos por los tuyos, confiamos en el azar cuando los deseos rozan lo imposible, cuando los clavos en vez de arder enfrían, y el único poste al que aferrarse es el de la caprichosa fortuna y sus inexplicables chispazos.
Un hombre sin suerte es un perro sin dientes. Un tipo sin amigos es una noche sin estrellas. Un individuo sin sueños es una almohada sin funda. Las ilusiones ahora viajan en jeringuillas y las administran los médicos. Ellos, en este momento son nuestros mejores amigos, en su falta de sueño están nuestras esperanzas, en sus manos nuestro porvenir. Araceli primera de España puso su brazo, como esas abuelas que dan lecciones sin hablar, que se perfuman, se pintan y se visten horas antes de la misión, que se persignan antes de la guerra, su guerra, la nuestra. Nosotros somos sus nietos y ella le ha dado un bocado a la pensión de su miedo para traernos el regalo que ansiamos; el primer tiro en el estómago del virus.
Hemos entrado enchufados al año, presionando las líneas de pase del rival, sin lista de propósitos porque el único que hay nos los sabemos de memoria y está escrito en nuestro pecho. Muchas veces lo que no se escribe es lo que nunca se borra. Valga este primer artículo del año como misiva a sus majestades de Oriente, que sé que de vez en cuando se asoman por aquí. No quiero fortuna, tan solo que no se vuelva en mi contra. No hay mayor suerte que alejar a la (mala) suerte. No me hace falta dormir mucho, me basta con no tener demasiadas pesadillas. Quiero poseer los ojos bañados de ilusión, como esos niños que dan vueltas en la cama, que no consiguen conciliar el sueño, que se despiertan y van descalzos a la habitación de sus padres para avisarles de que han escuchado ruidos extraños en el salón, para asegurarles con el cuerpo temblando de ilusión que les ha parecido ver la sombra de un camello por el pasillo. Quiero ser niño para creer sin frenos, quiero ser padre para aprender a guardar secretos por amor. Quiero que los míos estén bien, y quiero que tú quieras que los tuyos también. Y quiero que se haga realidad, y que venga lo que tenga que venir, y que no nos coja de sorpresa. Quiero ver sombras por el pasillo de la alegría, huellas en la calle de la normalidad. Vamos al lío.
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