La alternativa a la guerra

La soldadesca alemana tomaba París con paso marcial mientras, también muy de mañana, se cruzaba con ciudadanos que salían ya resacosos de los cabarets y salones de fiesta. Esta escena icónica ha pasado a la historia como un símbolo. ¿Qué fue de la democracia en Alemania? ¿Dónde quedó la Ilustración y los valores de la Revolución Francesa? Europa se había sumido en un estado de letargo en el que las democracias habían dejado ver sus debilidades y, fruto de ello, la ciudadanía dejó de ser “pueblo” y comenzó a ser una “masa” pasiva y confiada en manos de lobos que cada vez concentraban más y más poder.
Mientras el pueblo está compuesto por ciudadanos conscientes, responsables y participativos, la masa es fácilmente manipulable, lo que representa un peligro para cualquier sistema democrático. Así, para que la democracia sea auténtica, debe existir una ciudadanía activa y una estructura social que fomente la participación.
Quizás por eso, ocurrió lo que ocurrió, y Europa sufrió en sus carnes el vaticinio goyesco de cómo, efectivamente, «el sueño de la razón produce monstruos». Entonces Pío XII elevó su voz sobre vastos campos de batalla sembrados de millones de cadáveres. Era la Nochebuena de 1944. En su radiomensaje (RM), el papa presentó una profunda reflexión sobre el futuro político y moral de los pueblos. Por entonces, la guerra había sacudido a la humanidad de su letargo, provocando un rechazo generalizado hacia los regímenes totalitarios. Las masas, antes pasivas, comenzaron a exigir estructuras políticas que garantizaran la libertad, el control del poder y la dignidad humana. Esta toma de conciencia colectiva llevó al Papa a respaldar un modelo de gobierno que promoviera precisamente esos valores: la democracia, entendida no como un simple mecanismo de organización, sino como una expresión del bien común centrada en el ser humano.
Pío XII sostuvo que la guerra era fruto de la falta de una “sana democracia”. En su opinión, los ciudadanos deben poder opinar y ser escuchados por los gobernantes, y estos, a su vez, han de ser hombres íntegros y contrarios a cualquier forma de absolutismo estatal.
El radiomensaje también aborda la dimensión internacional de la democracia. Pío XII aboga por una organización de los Estados que garantice la paz, respetando la soberanía de cada nación pero promoviendo una unidad basada en principios éticos. En este sentido, se anticipa a lo que más tarde serían organismos internacionales como la ONU.
Finalmente, el papa reafirma el papel de la Iglesia en este nuevo escenario. Lejos de ser ajena a la política en cuanto res publica, la Iglesia, con su doctrina y su anuncio de la dignidad del hombre como hijo de Dios, debe aportar los principios y las fuerzas espirituales necesarias para que la democracia no se vacíe de contenido subyugando el bien común a los propios intereses mercantilistas.
La posguerra fue, en palabras de Pío XII, un momento decisivo para lograr «una era nueva para la renovación profunda, la reorganización total del mundo» (RM44,5), pues se tornó insostenible el hecho de que los jefes de Estado buscasen en coloquios y conferencias un porvenir mejor para sus pueblos mientras los ejércitos continuaban enfrentándose en batallas homicidas. Estas multitudes son conscientes de que «si no hubiera faltado la posibilidad de controlar y corregir la actuación de los poderes públicos, el mundo no hubiese sido arrastrado por el torbellino desastroso de la guerra» (RM44,8). Por eso mismo, los pueblos buscaron en medio de los desolados campos de batalla un sistema de gobierno que garantice la paz.
Hoy asistimos al colapso de un orden político y económico internacional que no responde a las necesidades del hombre y hace agonizar al planeta. Un tercio del mundo padece estrés; dos tercios, hambre. La injusticia atiza movimientos migratorios que no podrán parar muros ni concertinas. Sembrar el miedo es rentable económica y políticamente. Pero la alternativa a la guerra es la democracia, no el rearme. Nadie se rearma para la paz.
Y, sin embargo, parece realmente increíble que, a estas alturas, aún no hayamos comprendido cuál es el verdadero meollo de la cuestión. El problema no se resuelve en el debate sobre si le debemos o no a las armas nucleares el mayor periodo de paz en la historia. El verdadero trasfondo de las guerras es la utilización del conflicto por parte de poderes económicos y políticos que buscan imponer su dominio, con frecuencia instrumentalizando al Estado. Y esta vez no apelan a la fe, a la patria o la libertad. Que va. Ahora los poderosos ni siquiera se esfuerzan por ocultar sus verdaderas intenciones.
Por eso mismo es necesario comprender lo obvio: hay un “antes de” la guerra, es decir, una orientación política y económica bien determinada por el interés capitalista -ejercido también por oligarquías que se llaman comunistas- que ha buscado el mayor beneficio y la supervivencia del sistema neoliberal mediante el uso de la fuerza. Ciertamente, este sistema económico no podrá sobrevivir sin militarizarse, sin tomar a la fuerza las fuentes naturales de energía o el “oro tecnológico” de nuestro planeta. Y lo harán porque para ellos nuestro mundo es un mercado. Por eso, entre los sectores más críticos de los EE.UU. hace décadas que se repite aquel chascarrillo, tan cruel como cierto, que dice «McDonalds no podrá extenderse al mundo sin McDonell (que fabrica los F-16)».
Se alza ante nuestros ojos, por tanto, el fruto de un nuevo esfuerzo omnicomprensivo: la ideología neoliberal. Y como todas las ideologías totalitarias, promoverá el desvanecimiento de la persona, así como de las instituciones y comunidades de valores que la protegen. Por eso, como en el año 44, también hoy es necesario «controlar y corregir la actuación de los poderes públicos» que manipulan la paz a su interés.
Sé que decir que el rearme militar no es la solución le parecerá a muchos una postura ingenua. A mí, en cambio, me parece ingenuo mantener una lectura superficial de la raíz del problema. No hicimos los deberes tras la posguerra mundial consolidando democracias reales, participativas y ampliamente articuladas, capaces de ejercer un control efectivo a nuestros representantes. No creamos organizaciones internacionales de carácter ético, sino económico. De aquellos polvos estos lodos. La lógica del canje, el interés mercantilista, carga de nuevo los fusiles sobre nuestros hombros y nos arenga en nombre de una prosperidad económica de la que solo disfrutarán cuatro. Y de nuevo, como en aquella canción de Francesco de Gregori, el “generale” se quedará detrás de la colina mientras manda a los pobres a que nos matemos entre nosotros.
