Juan Marsé narra

Sherezade en Las mil y una noches, frente a la tiranía y las imposiciones del poderoso, conservó y perpetuó la vida narrando y narrando, contando y diciendo. Y no sólo eso, transformó la tiranía y la crueldad en un gesto de amor. Porque narrar y narrarnos es una puesta a punto de la memoria y la conciencia y la demostración de que nuestros límites se salen de la mera biología. Marsé narra. Y lo hace con el mismo propósito de Sherezade: salvaguardarse del abismo, encarnado en su caso concreto en las miserias del franquismo. Su supuesto realismo social es un realismo interiorizado y subjetivo; literario, en una palabra. En la relación íntima entre el autor y su texto rastrea alguna forma de belleza que le permita recrear la grisura de los días en la Barcelona de la posguerra y sus barrios obreros. Una supervivencia estética de la memoria paralela al contexto vivencial puro y duro. La literatura es una caja de resonancia con los otros sonidos que olvida modular y amplificar el mundo real. El novelista es el auscultador y reproductor de esos sonidos. El lector puede interpretar el universo que le convenga o que mejor se acomode a sus intereses. Pero para el escritor la novela es un artificio, una mentira beneficiosa y confortable.

Hay autores que publican libros, el mercado está saturadísimo. Editoriales y escritores al alimón que proyectan best sellers. Hay ponedores de frases efectistas la mar de comerciales bajo el brillo de los focos. Y hay autores que apuestan por fabricarse con paciencia una caja de resonancia para divulgar en prosa narativa y sin ruido la profecía y la vigencia de uno mismo en estos tiempos de obsolescencia programada omnímoda. Lo que el pintor Paul Cézanne llamó “el alba de nosotros mismos”. Por lo primero, siendo defensor de lo segundo, Marsé con absoluta honestidad y en un acto de grandeza moral decidió abandonar el jurado del Premio Planeta.

Existen fundamentalmente a mi entender tres tipos de escritores: los que se preguntan constantemente: ¿Qué escribir? Y eligen temáticas interesantes y se decantan por un estilo singular. Los que se preguntan: ¿Para qué escribir? Y dependiendo de los vientos que soplen se ponen prosopopéyicos y contestan: para derribar muros. Para combatir injusticias. A la mayoría les da pudor decir para ganar dinero, si es posible mucho dinero. Marsé lo dijo con absoluta honradez. El creador fetén es sincero en todos los detalles. No es ninguna vileza intelectual pretender hacerse rico con un puñado de buenos libros, y más si los burgueses divinos de la izquierda te ponen la etiqueta exótica de escritor obrero. Y existe un último modelo de escritor, que es el que se pregunta: ¿Por qué escribir? Y se responde: se escribe por necesidad cuasi fisiológica, como dormir o comer; para salvar la vida como Sherezade. Suelen ser los mejores y suelen escribir y escribirse -onanismo espiritual- las mejores historias, que al fin y al cabo puede ser una misma y única historia introducida en el caleidoscopio de la memoria. “El novelista es ante todo memoria”.

Escritores como Marsé han luchado con denuedo y a diario enclaustrados en la soledad de una habitación por nuestras verdaderas señas de identidad y contra la degradación de nuestros signos de pertenencia a una especie: el lenguaje, el pensamiento abstracto, la compasión, el deseo de trascender y la capacidad potencial para comprender la realidad humana. Qué hermoso oficio.

Heidegger manifestó que la palabra es la casa del ser y tradicionalmente se dice que el propio hogar es el sitio en el cual uno se siente más a gusto, por eso Juan Marsé siempre estuvo en casa, siempre estuvo en la palabra, y no quiso salir de ella, supongo, porque la propuesta que había fuera era poco fiable y te ponía en peligro y te hacía más vulnerable todavía.

Francis López Guerrero

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