Hoy nos visita un sabio
Carlos Arniches (1866-1943) fue un comediógrafo español, alicantino de nacimiento, pero de residencia y alma madrileñas, que sintió una fuerte atracción por las clases humildes de la capital. Había padecido muchas privaciones, las conocía bien. Al comienzo de su carrera, la especialidad de Arniches fueron los sainetes, piezas teatrales cortas, herederas de los entremeses clásicos y, más tarde, cuando el público empezó a cansarse del llamado género chico, creó algo parecido a la tragicomedia, un subgénero llamado por él «tragedia grotesca». El autor alcanzó una gran popularidad y, sobre todo en su segunda época, el aplauso de la crítica. El Madrid castizo y chulesco no puede entenderse sin él y sus comedias, y tampoco un bien intencionado regeneracionismo que intentaba mejorar el país.
Los años finales de su vida fueron aciagos. El verano de 1936 le sorprendió en El Escorial, donde acostumbraba veranear con su familia y la cercanía de los hermanos Álvarez Quintero. Pronto la familia se separó: los padres y las hijas —Rosario y Pilar— fueron al exilio y los hijos quedaron en Madrid. El matrimonio volvió a España desde Argentina en 1940 y en febrero de 1943 recibió la noticia de la muerte en Méjico de la hija Rosario, casada con el también escritor José Bergamín. El padre solo la sobrevivió dos meses. Sintiendo la cercanía de la muerte por la inmensa tristeza que le había causado la desaparición de su hija, tuvo a bien dejar para la posteridad su autorretrato, un texto lleno de aciertos y rasgos de humor, unas líneas que nadie debería dejar de leer. Posee una impagable crítica de la vanidad y la ambición desmedidas, las mismas que llevan a tanta gente a vivir un continuo desasosiego por ser más que los demás, por tener siempre más de lo que tiene, ya sea fama, dinero o consideración social. No creo necesario pedir disculpas por la extensión de la cita de su texto, que viene a continuación, pues siempre va a resultar más gratificante leer a don Carlos Arniches que a mí. Les dejo con él.
«Ahora, eso sí, he tenido, en cambio, dos condiciones magníficas. La primera, que he sido un trabajador de una perseverancia heroica. Todos los días, a las nueve, estoy trabajando. Estreno; tengo un gran éxito; al día siguiente, a las nueve, trabajando. Estreno; me dan una grita que me aturden; al día siguiente, a las nueve, trabajando. ¡Que se necesita ánimo!…, después de un fracaso… «Probad y os convenceréis», como se recomienda en algunos anuncios. Pero así he podido sobrellevar cincuenta y cuatro años de profesión… y hacer trescientas comedias…
Y otra cualidad magnífica que me adorna —y ésta sí que es de excepción y que se la recomiendo a ustedes— es que en toda mi vida no me he movido de mi localidad.
Ustedes se preguntarán un tanto asombrados: “¿Y qué es esto de no haberse movido de su localidad?” ¡Ah, pues una cosa interesantísima, que les voy a explicar, y que es lo que nos trae revueltos a casi todos! Verán ustedes: Yo creo que el mundo es un teatro, y que cada uno tenemos designado, por nuestro mérito, un sitio en él para asistir a este espectáculo de la vida. Pero el mal gravísimo es que en este teatro casi nadie está en su localidad. Todos nos creemos preteridos con la que nos repartieron, y, desde luego, mal acomodados. ¿Por qué voy a estar yo en la fila vigésima y Fulanito en la primera? —se preguntan muchos—. Y se busca un acomodador amigo y se le dice:
—Oye, yo me voy a sentar en las primeras filas; tengo más derecho que los que están.
—Bueno, pues siéntese aquí, en la segunda, en el dieciocho, que está vacía. Si viene el ocupante, yo le avisaré.
Y como casi todo el público se halla colocado en iguales condiciones de interinidad que nuestro amigo, en cuanto se oye el taconeo de un nuevo espectador que entra todo el mundo se siente desasosegado e inquieto, pensando: “Ese viene a echarme”, creyendo, claro, que le van a someter al bochorno de levantarlo, enviándole a la última fila, que es donde tiene su sitio. Y de aquí viene el hablar mal de los que están delante, el renegar de los que llegan, la hostilidad hacia el que pide ser justamente acomodado…, etc.
Pues bien; a mí ese malestar no me ha torturado nunca. A mí me dieron una localidad, fila catorce, número veintidós, y fui y me senté en ella, y en ella estoy; y no ha habido, en los años que tengo usufructuados, quien me eche de ella; y desde ella he visto el trasiego de tantos desesperados, que, de las primeras, han tenido que irse a las últimas filas, y no los han echado del local porque no estaba reservado el derecho de admisión.
Mi localidad es modesta, sí, ¡pero qué tranquilidad, qué apaciblemente leo el periódico en los entreactos, contemplando el ir y venir de los ambiciosos, de los envidiosos, de los audaces, que no acaban de encontrar su puesto; y no lo encuentran porque la vanidad tiene mala acomodación!
Tan tranquilo estoy en mi modesta butaquita que yo me permitiría decir a todos: “¡Señores, cada cual a su sitio!” Es lo justo y lo razonable; porque piensen ustedes que, al fin, cuando el espectáculo de la vida termine, hemos de ir a otro, donde no hay manera de sobornar al acomodador, porque el acomodador es el Tiempo, que no tiene amigos, y que ha de colocar a cada uno, sin apelación, en el sitio que merezca, el que lo merezca; o en el recuerdo o en el olvido.»
Ya ven. Carlos Arniches quedará siempre en el recuerdo, aunque solo sea por su bonhomía y su capacidad de entender la vida en sociedad. Si a eso le añadimos sus más de trescientas comedias, algunas tan notables como La señorita de Trevélez o ¡Que viene mi marido!, ambas desternillantes —la primera, aligerada de humorismo, fue llevada al cine por Juan Antonio Bardem como Calle Mayor—, Arniches siempre va a estar ahí como un autor de mérito. Sus comedias, que provienen de una época en la que Madrid poseía más de veinte teatros y veía la puesta en escena de más de doscientas obras anuales —son datos de 1917—, siempre seguirán recibiendo el aplauso del público.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.