Hornía, Puerta Palos, Marchelina, Las Viñas…

Hace muchos años que no paso el verano en Osuna, pero a mi memoria vuelven unos veranos largos, con un sol implacable que caldea cuanto toca, despidiendo suelos y paredes un calor que no siente compasión por nadie ni por nada. Llegado el tiempo de la canícula, durante las horas centrales del día, el pueblo se convertía en un tórrido desierto y el reverbero del sol sobre las calles solitarias confería a todo naturaleza de espejismo. Se diría que una especie de Fata Morgana ascendía desde los intersticios de los adoquines ardientes, creando aquella visión llameante. Y, durante tanta ardentía, las chicharras taladraban con el chirrido de sus timbales los oídos y los ánimos amodorrados.
Solo algunos valientes ―quizá insensatos― se refugiaban en el fresco patio del Casino a la espera de que Curro Ramírez ―cuando también él cometía la osadía de estar fuera del cobijo de su casa― les pusiera un café y un poco de bicarbonato con que combatir la acidez provocada por la grasa consumida durante su almuerzo. Si cualquiera de los hermanos Navarro ―Marcial, Rafael o Antonio―, peluqueros del Casino, o Eduardo, uno de los camareros, hubiesen estado por allí, seguro que habría dicho aquello de con salmorejo, la cama cerca y el agua lejos. Aunque en Osuna siempre se llamó ardoria a lo que en otros lugares llaman salmorejo, porra o zoque.
Salir del pueblo hacia zonas menos asfixiantes era no solo una rareza; también una utopía inalcanzable para la mayoría. El turismo era algo exótico y propio de otras latitudes. En el pueblo, solo unos cuantos privilegiados contaban con medios para acercarse a alguna playa ―ir a los baños, según se decía―. Otros pocos más, tampoco tantos, tenían la suerte de poder alejarse hasta la Viñas, «esas palomas de cal, enamoradas de la brisa, del rumor y de la juncia», en palabras de Juan Camúñez. Pero para los más ya era una suerte poder quedarse unos días de vacaciones en casa, protegidos de la rigurosa temperatura por la vela que cubría el patio y un rezumante botijo cerca.
Ahora, las Viñas ya no son lo que eran. O lo que me parece que eran. «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora campos de soledad…» dijo Rodrigo Caro hace siglos mientras contemplaba las ruinas de Itálica. Hace unos días, me dejé arrastrar por la tentación de volver a la zona cuyos nombres me sonaban como una especie de paraíso: Puerta Palos, Hornía, Peinado, Marchelina…, donde algunos de nuestros paisanos se recogían para defenderse del verano. Nunca pisé ninguna de aquellas casas. En esta visita, no me gustó lo que vi en lo que un tiempo pudo ser un sueño imposible para mí. También este rincón ha caído dominado por el intruso turismo. ¿Que Osuna tiene sierra? Bueno, todo es cuestión de fe. Paso una de las pocas construcciones originales que quedan, el Cortijo de Hornía, puerta de las Viñas, y proliferan los letreros anunciadores de alojamientos rurales. Ya no son las Viñas casas de descanso de unas pocas familias; ahora, esas antiguas construcciones, remozadas, se ofrecen para recreo y disfrute de otros.
Todo lo veía diferente a como yo lo recordaba. Marchelina, Peinado, que en mi mente vivían como cantarines arroyos, no me mostraban esas riberas pobladas de juncias de que habla Camúñez, sino que se me presentaban como cauces resecos. Tampoco existe el antiguo cuartelillo de la guardia civil de Hornía, punto de vigilancia de los accesos a Osuna desde la Serranía de Ronda. Hoy es, reconstruido, una casa de labor. De Hornía no encuentro ni siquiera su nombre en los mapas. Ahora te hablan de la Hacienda de Santa Teresa. Todo cercado, visible solo el exterior, se nota que debió ser un molino importante, con un señorío, casa de porte elegante, y una ermita-escuela. Ignoro qué es ahora aquello.
Lo que sí pude revivir, pues ese recuerdo no me lo quitará nadie, son los días en que mi padre ―no sé si en verano o en estaciones más llevaderas― decía: «Mañana» ―o el domingo, o el día que fuese― «nos vamos de gira a Marchelina». Ir de gira era todo un acontecimiento. Mi padre pedía prestado a algún amigo un carro al que nos subíamos nosotros con todos los pertrechos necesarios y recorríamos los seis kilómetros que nos separaban del pueblo.
Llegados a la meta, imaginábamos estar en el fin del mundo, porque un pequeño cerro, llamado Hornía ―¿quién dio su nombre a quién, el cortijo al cerro o al revés?― nos ocultaba la vista del pueblo. La escena se repetía de una vez para otra. A la sombra de grandes árboles, mi padre ocupaba un buen rato en preparar la ardoria en un dornillo de madera, mientras mi madre sacaba una fiambrera grande donde traía pollo frito y cortaba jugosos tomates con los que hacer un picadillo.
Mis hermanos y yo jugábamos por el contorno buscando ranas en el arroyo o nos divertíamos en el columpio que mi padre había montado en un árbol antes de iniciar su tarea culinaria. Tenía fotos de aquellas giras campestres. Lamentablemente, no me queda sino esa en la que se ven las plantas de mis pies mientras me columpio.
