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Héroes

Héroes

Estos días los periódicos se han llenado de imágenes desoladoras del terremoto de Turquía y Siria. Escojo solo una. Un hombre ya maduro se ha salvado del derrumbe del edificio pero se resiste a abandonar el lugar donde yace el cadáver de su hija, atrapado bajo los escombros. La manita de la niña ha quedado a la vista y él la agarra mientras espera un equipo de rescate. La hija ha fallecido, seguramente hace horas que lo hizo, pero él, incapaz de separarse del fruto de su juventud —testimonio del amor que tuvo a su madre—, sigue agarrando su mano. La mirada del padre refleja decisión pero también obstinación y desvarío. Él se llama Mesut, ella se llamaba Irmak. 

A día de hoy —escribo el 14 de febrero—, las víctimas mortales del terremoto contabilizadas son más de 35.000; es una gran tragedia. Pero este terremoto terrible demuestra también la existencia de almas buenas. Cientos de personas han dejado todo lo que estaban haciendo en su país, algunas de manera completamente altruista y todas poniendo en riesgo su salud y su integridad física, para viajar a la zona afectada. Querían colaborar en las labores de rescate. Atrás dejaban los cariños, las comodidades, las seguridades del terreno conocido y se adentraban en una tierra completamente extraña, ignorada y alterada por una tragedia inenarrable, una tierra con la que solo les une la humanidad, la sensación de hermandad. ¿De qué pasta están hechos los rescatadores? ¿Qué les diferencia de nosotros, que nos limitamos a lamentar lo ocurrido o a realizar un cómodo bizum? Muchos de ellos son miembros de unidades profesionales de ayuda en emergencias humanitarias pero otros no, ni siquiera han manejado en su vida una radial o un martillo neumático. Llegan a un país que no conocen y se enfrentan a un drama humano imposible de asimilar y sufrido por personas con las que no pueden comunicarse por ignorar su idioma. Los rescatistas se han olvidado de sí mismos. Apenas piensan en dormir o comer, solo en poder contribuir a salvar al menos una vida. Y cuando lo consiguen, a veces después de una decena de horas de un trabajo físico muy duro, se abrazan tan contentos como si hubieran salvado la humanidad entera. Estas personas son una muestra clara de la existencia de la bondad. Muchas de ellas, además, nos son religiosas, solo siguen la ética de la generosidad, ayudan porque una parte de ellos les empuja a reaccionar frente a la desgracia ajena. ¿Son mejores que nosotros? Son personas jóvenes, al menos más que yo, pero no recuerdo haber sentido durante mi juventud el impulso de correr a ayudar a esos lugares. Recuerdo como si fuera hoy las imágenes del terremoto que destruyó Managua en 1972. Murieron 20.000 personas. Rafael, el hombre que estaba sentado siempre a la puerta del convento de Santa Catalina, en la calle Sevilla, aquel hombre flojo, de gafas de culo de vaso, nariz roja y aliento a vino, incorporó la capital guatemalteca a la retahíla de capitales del mundo que recitaba como un autómata cuando alguien pasaba por su acera. De esa forma, tan vana, se alteró mi mundo con aquel lejano terremoto. No sentí deseos de ir corriendo a ayudar, y tampoco los he sentido luego en otros desastres naturales. Pero cuando veo en las imágenes de los medios informativos a esas entregadas personas, diminutos titanes morales en un mar de cascotes de hormigón, no puedo dejar de aplaudir su gesto con todas mis fuerzas. Vaya para ellos, desde esta humilde tribuna, el testimonio de mi más entusiasta admiración. Merecen todos los reconocimientos públicos. 

Antes de sentarnos hoy a comer a una mesa bien provista, o de acostarnos esta noche en una cama cálida y cómoda, conviene recordar que en los territorios afectados por el terremoto hay más de un millón de personas alojadas en tiendas de campaña. La gran mayoría lo ha perdido todo. Cuando las cámaras se marchen de allí seguirán en las mismas penosas condiciones.

 

Imagen: Adem Altan/AFP/ Getty Images.

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Víctor Espuny.