Hasta siempre, Javier Mérida

El día que conocí a Javier Mérida Cidoncha cambió mi vida sin él saberlo. Detesto los obituarios que nuestro común amigo Lucas Haurie denomina como “yo y el difunto”, pero me tomo esta licencia porque creo que la anécdota refleja perfectamente su personalidad. Era 1995 y llevaba tres días como becario, silencioso y algo abrumado, en la sección de Local de un periódico cuando escuché un revuelo de voces. Al instante, una figura menuda y nerviosa se dirigió rápidamente hacia mí y, moviendo mucho sus manos y tocando con el dorso de una de ellas en mi hombro, me preguntó aceleradamente varias veces con una voz ronca “¿tú sabes quién es Suker?, ¿tú sabes quién es Suker?”. Al contestar yo afirmativamente, aun pareciéndome demasiado obvia la cuestión, me dijo si quería pasarme a Deportes. Resulta que el chaval de prácticas que le habían destinado no conocía al delantero croata. Y ahí comenzó todo.
Así era Javier, pasional y profesional, uno de esos periodistas de raza que cualquier redacción debería tener para transmitir cómo era, y debería seguir siendo, este oficio antes de que el SEO y los clickbaits lo invadieran todo. Rara vez llegaba a la noticia por el mismo camino que los demás, pero siempre solía llegar el primero. Tenía ese olfato natural que se tiene o no se aprende, un profundo y enciclopédico conocimiento del fútbol, una obstinación inquebrantable por dar con un hilo del que tirar y una obsesión por entregar las páginas perfectas.
Transmitía ese celo profesional a los nuevos, jamás de una manera diplomática, sino cruda y a veces con un toque jocosamente faltón, pero si tenías orgullo y ganas de mejorar siempre conseguía su objetivo. El día que, por fin, Javier Mérida te devolvía la página impresa sin tachones rojos ni pronunciar un “corrige esto, patán”, ya podías decir que eras periodista.
Compartir largas jornadas de trabajo con él era escucharle decenas de llamadas de teléfono para contrastar un dato o conocer un detalle jugoso que le diera color al reportaje, oírle porfiar con cualquier compañero sobre cualquier cosa. Vivía todo con muchísima vehemencia, era disfrutón y tan intenso que a veces te agotaba. Le encantaba debatir, cuestionar y discutir, por eso agradecía tanto sus pequeños piques en la sala de prensa con Luis Aragonés o Javier Clemente, porque le daban vida y sabía que se respetaban mutuamente.
Seguramente no haya nadie en el gremio con quien no tuviera un desencuentro, pero sabía zanjarlo al instante con una palabra cariñosa, un abrazo sincero y un par de cruzcampos, porque ya sabe quién le conoce que tomarse solo una estaba prohibido por motivos que ahora no vienen al caso. Era tan impulsivo como noble. Aprendías siempre escuchándole, en la redacción y también fuera, cuando el número del día siguiente ya estaba en la rotativa y disfrutábamos en la madrugada de eso que ahora llaman “afterwork” y el querido Rafael Pineda calificaba como “la cerveza del proletario”. Ahí emergía su yo más auténtico, “el Cidi”, en feliz apodo de Jesús Gómez. Era una ametralladora de anécdotas, a cada cual más loca, y una máquina de sentencias que pedían mármol.
Los últimos tiempos han sido duros y crueles, injustos como esta maldita enfermedad que le hizo compañero de fatigas de Juan Carlos Unzué, a quien recordaba que entrevistó en las gradas del Sánchez-Pizjuán. Aunque con la satisfacción de ese emotivo homenaje que le brindaron el Sevilla Fútbol Club y la profesión en los Premios Blázquez de 2022 y, sobre todo, debido a la continuidad de la firma Mérida en el periodismo deportivo sevillano gracias a su hijo Alejandro. Podéis estar orgullosos, Javier y Toñi. Bendita sea la rama que al tronco sale.
