
Hay nombres que retengo en la memoria desde mi niñez en Osuna: Puertapalos, Hornías, Marchelina, las Viñas… Mi padre organizaba esporádicamente excursiones ―entonces de decía «ir de gira»― por aquellos lugares. Expansiones familiares en plena naturaleza en las que no faltaba ni la ardoria ―por donde ahora vivo se dice más salmorejo y porra― ni la tortilla de patatas. Tampoco el columpio que colgábamos de la rama de un árbol.
También recuerdo las tardes en el pueblo cuando ―tras salir del colegio o los sábados―, los niños nos íbamos al camino de las cuevas ―una leyenda sostenía que la del Caracol terminaba en una galería que conducía hasta el asilo de las monjas, en la otra punta del pueblo― o a jugar en las ya entonces abandonadas Canteras. Salí del pueblo y tardé en regresar. Pero aquellas giras y los paseos con mis amigos sembraron la semilla de mi afición ―que ya la edad va refrenando―por el senderismo.
No hace demasiado tiempo, cayó en mis manos Hijo del entendimiento, libro homenaje a don Alfredo Malo, profesor de Literatura en el instituto entre 1940 y 1950. En él leí un artículo de José María Barrera López con título sugerente: Un grupo olvidado del XVIII: la Academia Silé de Osuna. Su lectura me hizo pensar en el grupo dieciochesco ―intelectuales opuestos al imperante escolasticismo y buscadores de una modernización de las ideas― a cuyos integrantes llamaron despectivamente «novatores».
Un sentimiento de orgullo me embargó al conocer cómo en la antigua Universidad de Osuna, mi pueblo ―una de las llamadas «menores», pero universalmente conocida por ser citada en el Quijote― también hubo colegiales y profesores inquietos, defensores de una regeneración del pensamiento y del laicismo, de la libertad investigadora y del método experimental. Para escapar de la Inquisición, celebraban sus reuniones en pleno campo, en un lugar llamado Hacienda del Ciprés, que se encuentra aproximadamente a una legua del pueblo ―unos seis kilómetros―.
¿Quién resistía la tentación de comprobar qué había sido de aquel secreto lugar de reunión de unos intelectuales ursaonenses ―García Blanco, Arjona…― a los que se unían otros procedentes de Sevilla y otras poblaciones ―Lista, Marchena…― descontentos con unas ideas tradicionales anquilosadas? Se me ofrecía una ocasión propicia para, con la excusa de conocer cómo era aquella Hacienda del Ciprés, volver a mi pueblo y practicar mi afición al senderismo andando por sus caminos.
Un día de enero nos plantamos en Osuna, dejamos el coche en el aparcamiento del Hospital Regional y enfilamos el cercano Camino de Capaparda para adentrarnos en la antigua Cañada Real de Cañete. Pronto cruzaríamos el puente que salva esa cicatriz de la tierra que es el fallido trazado de Alta Velocidad que uniría en menos de una hora Sevilla con Málaga. ¿Cuándo se suspendió ese proyecto? ¿Cuándo se reiniciarán unas obras que ―leo ahora― la Junta quiere recuperar?
Aunque el día anterior había llovido y estaba nublado, parecía que no tendríamos que recurrir a los impermeables. La temperatura era ideal para caminar. Poco a poco, nos íbamos adentrando en las estribaciones de lo que acabará siendo la serranía rondeña. A los lados, veíamos majuelos que me recordaban los majoletos que comprábamos en la Alameda y, en las cunetas, las ramas reptantes de las alcaparras. En dirección opuesta a la que llevábamos, un hombre sobre una vieja moto ―¿era una de aquellas viejas Guzzi?― parecía dirigirse a Osuna. A su lado, rodeándolo, corrían seis o siete galgos.
Llegamos a un cruce en el que un cartel, a la izquierda, indica el inicio de la Vereda del Calvario. Por ahí debíamos tomar. El camino dejó de ser tan cómodo y penetramos en una vereda embarrada a causa de la lluvia de la noche anterior. Las botas nos pesaban un quintal por el barro adherido a las suelas. El humilde cauce de un arroyo ―quizá el arroyo de las Palomas― mostraba la fuerza con que había corrido por allí la pasada lluvia. Por fin, desembocamos en la carretera de Martín de la Jara, cerca del circuito de motocross. Se imponía una parada para quitarnos el barro.
Frente, no muy lejos, coronando un pequeño cerro, los restos del antiguo convento del Calvario evocaban la imagen de un castillo medieval o el becqueriano monte de las ánimas. Algo más allá, oculto por el cerrillo, estaba nuestro destino. Vano el intento visitar el convento. Terreno de propiedad privada, se halla todo cercado. Luego nos dijeron que pensaban construir por allí alojamientos turísticos. Continuamos en dirección a Martín de la Jara antes de desviarnos a la izquierda por la carretera de Aguadulce. Un kilómetro más adelante, a la derecha, tras un corto sendero, nos aguardaba la Hacienda del Ciprés.
No niego que sentí emoción. No vimos ningún ciprés, aunque sí otro árbol de elegante porte. Y unas ruinas abandonadas de las que solo quedan en pie algunas paredes. Recorriendo su interior, esperábamos oír el eco de las voces de quienes allí se reunían en secreto. La Academia del Silé solo nos devolvió el silencio al que debe su nombre.
Comenzamos el regreso. A lo lejos, la imagen de Osuna aparecía un poco entre brumas. Para evitar la Vereda del Calvario, nos acercamos al Cortijo del Francés y, desde allí, cogimos senderos y una pista ―no sé si es el Camino de Ípora― hasta que, finalmente, desembocamos a la altura de una ruinosa Santa Ana. Un callado pensamiento me produjo escalofrío: ¡Cuántas ruinas ―hoy casi en el olvido― hay en mi pueblo!
