¿Hablamos de la salud mental del clero?


La salud mental del clero es un tema tabú donde los haya. Cuando la revista Forbes publicó en 2010 que el sacerdocio es la profesión más feliz del mundo, muchísimos medios eclesiásticos se hicieron eco a modo de reclamo vocacional. En cambio, cuando se intenta poner luz mediante encuestas en la realidad que los sacerdotes viven cada día, la reacción es muy contraria. Aparecen infinidad de restricciones en la propia estructura jerárquica y, en los pocos casos que esos recelos se superan, las respuestas del propio clero arrojan una “tasa de falsedad” en las encuestas de unos porcentajes tan elevados que no hacen fiables los resultados. Felices, pero embusterillos.
Podríamos decir que el sacerdote posee una imagen social que parece obligada a presentarse como inmaculada. No solo ejemplar, sino equilibrada, feliz, entusiasta, con un insight o capacidad introspectiva desarrollada, etc. Esto somete a los sacerdotes a fuertes exigencias internas y externas que, a menudo, son una fuente de profundas frustraciones, celotipias, rivalidades crípticas o proyecciones carreristas.
A pesar de ello, los documentos oficiales para la formación sacerdotal insisten en que la humanidad del sacerdote debe ser un reflejo de la humanidad de Cristo. De este modo, continúan martilleando el ideal de la perfección. Pero una construcción de la personalidad tan enfocada en la imagen externa genera bastantes lagunas interiores. Es decir, no se dedica a penas tiempo a construir la identidad sacerdotal en los límites del propio sacerdote, a partir de sus heridas o traumas más profundos, a través de sus dificultades personales o desde el lugar que ocupa en su sistema familiar.
Incluso los apóstoles más incrédulos, como Tomás, reconocieron a Jesús resucitado en sus heridas, no en su gloria. Hemos subestimado el poder de la vulnerabilidad, que es la verdadera fuerza del Evangelio: «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor 12, 10). En cambio, este modelo formativo propone un cierre en falso de los problemas internos –que no se tratan profesional ni adecuadamente– y, a cambio, se delinea un itinerario de identificación voluntarista con valores, rasgos y comportamientos que dibujan una identidad sacerdotal muchas veces más sociológica que evangélica. Como dirían los focolares, hay mucho “ideal” pero poco “Jesús abandonado”.
Esto es un modelo de formación previsiblemente conflictiva que, de hecho, genera muchas dificultades sobre el terreno. La realidad no es ideal. Por ejemplo, nadie prepara a esos muchachos para que se conviertan en administradores de parroquias ante la crónica falta de sacerdotes. También la actual complejidad de la gestión de las parroquias los centra más en un enfoque gerente que en la propia vida espiritual. Muchos sacerdotes sufren la creciente erosión de la confianza de sus fieles, que retiran corriendo a sus niños cuando acaba la Misa preocupados por los escándalos de abusos sexuales. A menudo no poseen la suficiente madurez ni formación como para tratar el alma de personas con problemas multifactoriales, ni tampoco capacidad para acompañar su sufrimiento. Pesa igualmente la pésima gestión de la soledad y el aislamiento ante la falta de fraternidad sacerdotal, acompañamiento institucional y habilidades para una comunicación profunda de las propias dificultades.
Los sacerdotes que experimentan altos niveles de depresión, adicción y trauma lo hacen en un porcentaje similar, no inferior, al de la población en general. En cambio, los sacerdotes de mediana edad que contraen enfermedades crónicas tienen una tasa dos veces mayor que la media de la población.
Por último, la homosexualidad en el clero no es una cuestión de salud mental, pero sí los problemas derivados de su falta de aceptación. El porcentaje de sacerdotes homosexuales es un tema difícil de medir con precisión, ya que muchos no revelan su orientación debido a las restricciones dentro de la Iglesia Católica. Sin embargo, algunos estudios como los del sociólogo Donald B. Cozzens en su libro The Changing Face of the Priesthood (2000), sugieren que la proporción de homosexuales en el clero podría ser muy superior a la de la población general. Algunas estimaciones sugieren que entre un 30 % y un 50 % de los sacerdotes católicos podrían ser homosexuales. Otras investigaciones, como las del periodista Frédéric Martel en Sodoma (2019), proponen incluso a cifras más altas en ciertos entornos eclesiásticos. De hecho, Cozzens reconoce que en EE.UU. hace ya más de dos décadas que el imaginario colectivo identifica el sacerdocio como una “profesión gay”.
Estos datos, sin embargo, no significan que todos los sacerdotes homosexuales tengan actividad sexual, ya que el voto de celibato es un factor importante en la vida sacerdotal. Pero sí apunta a que hay un índice muy elevado de candidatos al sacerdocio que experimentan su condición sexual de modo conflictivo, sin aceptarse ni integrar la realidad de su propia sexualidad. Es más, solicitan la ordenación sacerdotal como un intento de vivirla de una forma bien reputada socialmente, pero no resuelta interiormente. Esto, no cabe la menor duda, genera graves problemas de realización personal no ya en el plano espiritual, sino en el más básico de todos: en el humano.
Por otra parte, el estrés y el síndrome de burnout (quemado) en los sacerdotes han sido objeto de un reciente estudio exploratorio, basado en el protocolo de Arksey y O’Malley (2005). Entre los principales factores de riesgo se encuentran la sobrecarga de trabajo en los sacerdotes jóvenes, la desconfianza sociocultural hacia el clero, ciertos rasgos de personalidad (neurosis, introversión, perfeccionismo, narcisismo), estilos de afrontamiento evitativos, la falta de apoyo institucional y la soledad. Aparecen, además, nuevos patrones de conducta en el área de los comportamientos adictivos de reemplazo o evitativos, como por ejemplo el chemsex.
Esta situación puede verse agravada por la falta de límites claros en el rol sacerdotal y un estilo de obediencia sumisa, donde se asumen responsabilidades que exceden la propia capacidad, posibilidades o tiempo de dedicación. Estas condiciones pueden derivar en problemas de salud como tabaquismo, adicciones (el alcoholismo es la más recurrente en el clero), obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares, ansiedad y depresión.
Uno de los hallazgos más relevantes del estudio es que los sacerdotes diocesanos que viven solos presentan mayores niveles de ansiedad y depresión que aquellos que pertenecen a órdenes religiosas y viven en comunidad. Según Seghedoni (2012), la soledad del clero no es un fenómeno único, sino que se divide en soledad afectiva, pastoral e institucional, siendo estas últimas las más perjudiciales.
El estudio también revela que el estrés varía según la edad. Los sacerdotes jóvenes experimentan altos niveles de estrés debido a su inserción en el rol sacerdotal y la necesidad de validación externa. Pero cuando no hay claridad en las expectativas y responsabilidades, la insatisfacción y la frustración aumenta. Es más, quienes se absorben bienintencionadamente en sus deberes clericales pueden sufrir agotamiento emocional y despersonalización incluso en los primeros años de ministerio. Contemplar el catálogo de éxitos y el tratamiento de la propia imagen en las redes sociales de muchos sacerdotes jóvenes pone de manifiesto evidentes carencias madurativas y síntomas propios del espectro de algunos trastornos de personalidad.
Los de mediana edad, en cambio, enfrentan altos niveles de exigencia y productividad. Finalmente, son los sacerdotes mayores quienes suelen gestionar mejor su tiempo y experimentar menos estrés, si bien pueden llegar a padecer niveles extremadamente altos de agotamiento o desencanto ministerial.
Recuerdo un periodo de mi vida donde sufrí un trastorno de ansiedad severo y me recetaron un recaptador de serotonina muy frecuente en antidepresivos. Cuando el farmacéutico vio la receta y mi cara me llevó aparte. «Padre, esto no conviene que lo vea la gente. Si usted quiere, yo se lo dejo en casa». Bueno, creo que ya es hora de hablar de la salud mental del clero. El obispo Edgar M. da Cunha ha declarado prioritario trabajar sobre la salud mental del clero de su diócesis de Fall River durante al menos los próximos tres años. Lo dijo en su Carta Pastoral de 2024 y bautizó a la iniciativa como “Sacerdotes más fuertes, parroquias más fuertes, Iglesia más fuerte” (2025-2027). Pues eso, la debilidad tiene un extraordinario poder transformador.
A DIOS ROGANDO
Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.