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García Márquez, Osuna y un servidor de ustedes

García Márquez, Osuna y un servidor de ustedes

“Apártense, vacas, que la vida es corta” (Aureliano Segundo).

 

La noche del Jueves Santo, la noticia daba el salto a la primera página de los diarios digitales, que la anunciaban con titulares a cinco columnas: García Márquez había fallecido. A mí, como persona individual que soy, o intento ser, me cogió de copas en algún bar donde unos músicos intentaban alegrar a la parroquia, ya de por sí alegre por el continuo cubateo. La leí en el móvil, con trabajo e incredulidad, invadido por la desesperanza por el paso del tiempo y sorprendido por la llegada de lo inesperado pero inevitable, que nos asalta en cualquier momento, en la cola de un baño, por ejemplo, o sentado en la terraza de un bar donde un violinista húngaro intenta añadir aún más poesía a la noche de primavera. Miré a los demás, totalmente ajenos al drama interior que yo estaba viviendo, sonrientes, fumadores, inconscientes, ignorantes aún de la noticia. Ellos seguían riendo, haciendo bromas, y yo empecé a verlos cada vez más lejos, distorsionados por la distancia, ajenos a mí, el sonido de sus voces como ensordecido, como producido bajo el agua, lejano y retardado. Y durante unos minutos me ausenté de allí.

 

Me encontré de nuevo en el Instituto Rodríguez Marín de Osuna, intentando aprobar COU. Corría el año 1979. Yo tenía un corazón incansable, nada en los bolsillos y unas ganas terribles de estar en cualquier sitio menos entre las cuatro paredes del instituto. Para colmo de males, ese año había llegado nuevo un profesor de Literatura que se creía y se veía muy moderno, seguramente lo era, pero resultaba literalmente incapaz de contactar con los varones de la clase, a los que sacaba a la pizarra más de lo que éstos hubieran deseado. Iba siempre vestido de negro, un pañuelo rojo al cuello; corrían aires de libertad, la Transición y todo eso. Nosotros, como comprenderá el lector, éramos sólo adolescentes que únicamente queríamos alcanzar el mínimo de felicidad necesario para vivir, y no que nos liasen en carnavales donde hubiera que vestirse de viuda desconsolada o en recitales de poesía dadaísta interpretados alrededor del antiguo patio de la Universidad de Osuna, poniendo a prueba nuestro ancestral e hipertrofiado sentido del ridículo. Digamos que aquel profesor resultaba demasiado avanzado para nosotros, un poco embrutecidos por nuestras vivencias rurales, receptores de una educación conservadora, quizá demasiado inmovilista, incapaces de comprender los aires de sofisticación que entraban en el aula cada vez que lo hacía el profesor. No estábamos acostumbrados, la verdad, a profesores así, tan modernos, tan a la última.

Y llegó un día en que nos hartamos, yo al menos lo hice, y dejamos de ir a clase. Sus clases resultaban incómodas y nada instructivas. ¡Al cuerno —pensábamos— con la asignatura! Luego llegó junio. Encastillada en sus posiciones, la panda de adolescentes contestatarios y rebeldes de la que formaba parte no se presentó al examen. Resultado: un cero patatero. Tuve que ir a hablar con él a la Sala de Profesores:

—Mal, muy mal. No has hecho los exámenes y no me has asistido a clase desde el mes de marzo…

—Lo siento —mentí—. ¿Qué puedo hacer ahora para aprobar la asignatura?

—Tendrías que leerte una serie de novelas durante el verano y realizar un trabajo sobre cada una de ellas, escribir un texto que yo vea que no es copiado y me demuestre que te las has leído.

—¡Perfecto!

—Toma nota.

Todos eran autores conocidos por mí salvo un tal Gabriel García Márquez, un señor del que nunca había oído hablar. La novela se titulaba Cien años de soledad. Comenzar a leerla fue como oler la alhucema o la dama de noche por primera ver. Una sensación de plenitud, de satisfacción, recorrió mi cuerpo y todos mis sentidos no relacionados con los actos de leer e imaginar quedaron anulados, como cuando uno huele un perfume maravilloso y para él, cerrados los ojos, sólo existe en ese momento el sentido del olfato.

La devoré, literalmente. No salía de mi cuarto, algo que seguramente preocupaba a mi madre, acostumbrada a que sólo apareciera por la casa a las horas de comer. Confuso con la continua sucesión de José Arcadios y Aurelianos, durante la segunda lectura, que comencé nada más haber acabado la primera —aquello fue como cuando ves una película que te gusta tanto que estás dispuesto a meterte en el cine inmediatamente otra vez para volver a verla—, me confeccioné un árbol genealógico de la familia Buendía. La edición de la novela que yo leía no tenía, por supuesto, aparato crítico ni material adicional de ningún tipo. La de la Real Academia Española (2007) lleva al final hasta un índice de nombre propios, páginas que facilitan la lectura y el análisis de la novela.

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Aquel profesor, que había empezando odiando, que me resultaba repulsivo en un principio, había acabado descubriéndome una de las mejores novelas de la literatura de todos los tiempos y en todas las lenguas. Ahora lo quería y lo admiraba. ¡Lo que son las cosas…!

Tras la lectura de Cien años de soledad, y a lo largo de los años, fui leyendo todas las novelas de García Márquez anteriores a ella —La hojarasca, El coronel no tiene quien que le escriba, La mala hora y Los funerales de la Mamá Grande —, y que sólo son una preparación para llegar a ella, fruto de la lucha del escritor por lograr contar lo que de verdad quiere contar, por lograr domar, ordenar, sistematizar y acabar expresando con una forma precisa todo su mundo interior, a menudo forjado en la infancia. En ese sentido, García Márquez debe ser un ejemplo para todos los escritores que desean lograr escribir su novela, la novela de su mundo, de sus vivencias personales, pues no existe una vida que no merezca ser literaturizada, contada de forma artística. A fin de cuentas, Cien años de soledad es ante todo eso, el resultado exitoso de una persona que llevaba años, desde los veinte, intentando contar su vida y la de sus antepasados.

Después, con el paso de los años, descubrí un García Márquez político y politizado, el amigo de Fidel, el que acudió a recoger el Nobel con la guayabera, el usado como bandera por políticos militantes, que, sinceramente, me interesa mucho menos. Para mí, la cultura, y todo lo relacionado con ella, debe estar lo más alejado posible de la política, pues la verdadera expresión artística debe ser libre, independiente de cualquier poder o grupo de presión.

Hace ahora un tiempo, y en El Pespunte, leí unas líneas sobre la posible relación que pueda existir entre Osuna y Macondo, algo sobre una alusión que había hecho García Márquez en una conferencia (véase el Editorial fechado el 26 de agosto de 2007). Desde luego, llama la atención el uso del apellido Buendía, muy común en la zona, y, sobre todo, el uso del nombre Arcadio, que, como si de cualquier familia ursaonense se tratase, va pasando de generación, pues hay Arcadios, al menos, en cinco de las siete generaciones de cuya existencia trata la novela. También llama la atención el uso de otros apellidos y nombres muy corrientes en Osuna, como Aguilar, Remedios o Carmelita, pero de ahí a poder afirmar, de manera fehaciente, algo que sería una noticia de un alcance tremendo para la localidad ursaonense, hay un largo trecho. Ojalá sea así y pueda demostrarse.

Ahora vuelvo al bar del Jueves Santo, a dar la noticia a los amigos de copas, que capaces son de no haberse enterado todavía, los muy juerguistas.


Víctor Espuny Rodríguez

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