Galgos de Osuna

El perro, con la soga alrededor del cuello, colgaba del grueso tronco de uno de los olivos. No tuve que acercarme para ver que era un galgo. Su cuerpo flaco, sus largas patas. Y sus ojos. Aquellos ojos abiertos en los que aún podían verse la angustia y el miedo. Le dije a un compañero de cuadrilla para descolgarlo. Abrir una navaja, cortar la cuerda, y enterrarlo. Es asunto del manero, respondió, y en ese mismo momento sonó una voz ordenando preparar los fardos, los bancos, y comenzar la jornada.

Bancada a bancada, olivo tras olivo, el galgo quedaba más y más atrás. Me descolgué un momento el macaco para tomar un trago de agua, y con ese trago de agua atascado en la garganta me acerqué al manero para hablarle. Al situarme a su vera le dije que un poco más allá, en esta misma hilera, hay un perro ahorcado. Un galgo. Miró hacia el lugar que le indicaba, achicó los ojos, y tras un leve asentimiento de cabeza miró su reloj, dejó caer a tierra su cigarro, y ordenó parar para comer.

Sería en ese intervalo de tiempo para reponer fuerzas, porque al volver a la hilera miré hacia atrás y el galgo ya no estaba. Si era asunto del manero cortar aquella cuerda, como dijo mi compañero, no lo sé. Lo que sí sé es que a lo largo de la mañana apenas pude comer ni beber. Continué la jornada con un extraño malestar en todo el cuerpo, las manos entre el ramaje de los olivos, y la imagen de aquellos ojos abiertos que hacían nacer en mí una intensa cólera.

Supongo que mientras los trabajadores y trabajadoras avanzábamos en nuestras respectivas hileras y nos alejábamos de los restos de ese pobre animal, algún miserable pasaba la mañana con sus amigotes en algún bar de Osuna, o de Estepa, o de Aguadulce, charlando sobre los pasados días de caza y los que están por venir, y satisfecho con su botellín de Cruzcampo en la mano porque al fin se había quitado de encima al chucho ya demasiado viejo para resistir una larga carrera. Una soga, un olivo, y ahí te pudras.

Ha pasado mucho tiempo desde aquella mañana, pero la tengo fresca en mi memoria como si hubiera ocurrido ayer. Veinticuatro años, para ser exactos. Y aún me quema la sangre, porque me gustaría poner un nombre y un apellido para ir a romperle a alguien la cara, aunque eso no suene muy cívico. Sin embargo, y visto el tiempo transcurrido, me pregunto si quizás ese alguien no sea ya hoy un entrañable abuelo de paso lento al andar y mano temblona al llevar la cuchara a la boca. Un anciano aficionado a la caza y a los galgos demasiado viejo para resistir una larga carrera. Y también me pregunto (no debería, pero les confieso que así es) si puede hallarse persona alguna a la que no se le venga a la mente por unos segundos la imagen de una soga, un olivo, y ya sabes, cabrón.

Álvaro Jiménez Angulo

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