Feliz a ratos

Ayer salimos a la calle un plumilla bien conocido por ustedes y yo aprovechando un descansillo —de piso de estudiante— de la incesante lluvia que nos martiriza desde hace días. Yo, como si tuviera un arma con el que amenazar a punta de pistola, iba preguntando con el micrófono amarillo por los aledaños de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid si las personas que nos encontramos eran felices mientras él grababa. Con mayor o menor desparpajo, los jóvenes respondieron. Y lo hicieron de una forma que me dejó pensativo: “Sí, pero a ratos”.
Los chavales son felices a ratos. Los ratos que se toman un calimocho –no tenían pinta de haberse dado a la gloria del rebujito con Fino de Montilla— en el parque con los colegas. Los ratos de competiciones de fútbol entre cerveza y cerveza en el Colegio Mayor. Los espacios de tiempo que ocurren entre los exámenes y las clases del próximo cuatrimestre. Los veranos interminables que empiezan en la Feria de Córdoba, siguen por el traqueteo del Puerto de Santa María o de Sanxenxo y terminan con uno de esos septiembres hasta la bola de planes en los que se apura el tiempo libre y se despejan las incógnitas sobre si el verano de tu amigo ha sido mejor que el tuyo entre cerveza y cerveza.
Los estudiantes, los jóvenes en general, somos ansiosos; lo queremos todo para ya, para el disfrute momentáneo. Los chavales queremos recrearnos en los momentos de grandeza, que nos vienen de fábula; y pasar el trago del curro, del apoyar los codos manchados con la tinta de subrayador en la temible mesa de estudio. Nos vaciamos en las noches de juerga, pasamos de los atardeceres, nos apeamos en los pupitres sin ganas, nos apuntamos al bombardeo de las ideas locas y trasnochadas.
Pero no somos capaces de parar, de pensar, de mirar cara a cara a la vida; a las costuras a medida y a los corsés inquebrantables. No somos capaces de darnos de bruces con la serenidad. Esa a la que aludía mi paisano Antonio Gala cuando le preguntó Quintero si buscaba la felicidad. “La felicidad vendrá si tiene que venir y, si no, que la zurzan” porque lo importante no es la felicidad, sino la serenidad. La de saberse indiferente, completamente prescindible, un ente superfluo. La de conocerse sobrante. Porque es en esa serenidad en la que uno busca su camino, único e irreductible, persistente y aleatorio, sin miedo al éxito o al fracaso, sin miedo a la vida.
Me comentaba ayer un buen amigo en la cervecita rudimentaria de los jueves que había un nuevo descubrimiento científico que se llamaba DESI. Algo así como que un grupo de colgados aseguraba que el 75% de la materia del espacio es energía negra. Es decir, no se ve, no se palpa, no se puede controlar, o algo así entendí yo, que soy más de letras. Por lo que, dentro de lo tremendamente insignificante que somos en el marco de lo que conocemos de oídas, ni si quiera ese todo llega al 25% de la existencia. Nada importa. A mí, me vale.
