Federico es junio


Entre la obligación de morirse y el puro azar de nacer -en junio, por ejemplo-, hay una región mental muy poco frecuentada que llaman vida, que es donde habita el misterio a la espera de voces y de formas. Porque ‘sólo el misterio nos hace vivir’. Cualquier vida mirada con honestidad no se sostiene en las alturas, la fuerza gravitatoria de las contradicciones la tiraría al suelo, la arrastraría por el fango. La poesía, que no es una cuestión de versos -eso sería muy pobre-, permite que no pasen los años, que no vengan los siglos con su sombra tupida de desesperanza, que todo acontezca por primera vez en un continuo nacimiento, en junio, por ejemplo: los cuerpos vibrantes y los cuerpos desolados. El aprendizaje intenso de nuestro paso y de nuestros pasos por la tierra. La poesía permite que haya resurrecciones que huelan a rosas y espliego y ocupen todo el cielo. Que haya puertas abiertas al alba y las canciones después de un día terrible. Permite que los ríos lleven guijarros como panes y proyecten a lo largo de su curso un brillo añejo buscando el amor sobre los ataúdes donde se baña un sol nadador y musculoso y una luna lúbrica nos ofrece los glúteos de la noche y un tacto azul que adormila. Permite que el mar se ponga de pie y de un salto atrape al aire y se lo lleve al agua para que sea agua y leyenda. El agua va al agua. El principio huye hacia el principio. Agua más agua bajo una carpa de susurros y suspiros. El mar es un símbolo. El agua, su inmensidad, es una visión a destiempo. Los ahogados también. El mar es un símbolo. Todo es un símbolo. Todo es una mentira certera en pos de la belleza, necesaria, vital, insustituible. Ese convencimiento que alivia el dolor. Todo es un símbolo. El mar. El viento. La arena. El final que nos vigila. La sangre, aureolada de brisa y mariposas. Las sirenas de Homero. La congoja y el relámpago. El rostro querido es un símbolo mayor. Todo es un símbolo con su propio poema infinito, familiarmente cotidiano y a la vez transfigurado. La poesía permite crear un espacio sin cartografía y un tiempo sin relojes. Lo de menos es qué ser, lo más, adentrarse asombrado en la hondura de ese espacio y ese tiempo. Permite tener un océano en miniatura escondido en el vientre a punto de parir olas y seres. Permite que la muerte, tú y yo nos traspasemos la voz en un ritual de reproches y deseos. Hay criaturas que crecen a oscuras como hay agua que vive clandestina a la espera de nuestra sed. Hay tubérculos que quisieran ser corazones incomestibles. Hay venas que escalan inocentes hasta las nubes. La poesía permite fundir al niño y al viejo en un mismo sueño, en junio, por ejemplo. Permite abrazar y sonreír, aunque el llanto pase por tu casa cada día a la misma hora. La poesía permite que estemos despojados y arrojados por voluntad propia. Que estemos fuera del círculo. Amantes, muertos, resucitados: el amor es un exilio contemplativo que rompe los espejos y la vida es su dulce condena. La poesía permite traer una lágrima que pesa como el mar de los tristes. Permite traer una lágrima con el tamaño del mundo y con la risa de un niño, que creció sola en el desván donde la tierra genera su aliento. No hay más. Ser Federico García Lorca después de muerto no es fácil. El resto es literatura.