Éxtasis por elevación

A Nino le gustaba acudir unos minutos antes de la una para que Amancio no tuviera que esperar. A sus siete años ocupaba poco sitio, podría decirse que apenas se le veía en la fábrica. Nino permanecía frente a uno de los secaderos, en pie, la espalda pegada a la pared del oscuro pasillo, sintiendo el acre olor del orujillo y viendo girar, con un sonido casi ensordecedor, aquel enorme cilindro que parecía, en su imaginación, a punto de salir rodando y aplastarlo todo. Unos metros más adelante, de un subterráneo, se levantaba ocasionalmente la lengua de fuego que brotaba por la puerta de la caldera, como si aquella cueva de hierro y ladrillo refractario encerrase un dragón enfurecido. Era invierno, pero allí no hacía frío. Decenas de gatos, todos nacidos al calor de la caldera, le miraban con ojos curiosos y alguno se le acercaba y le enroscaba el rabo en la pierna, meloso.
Amancio aparecía cuando faltaba un minuto para la una. Caminaba como si algo le retuviese, moviendo con insistencia sus cortos brazos, las piernas separadas, incapaz de sugerir verticalidad. Era de tórax amplio y cabeza cubierta con una pequeña boina negra. Siempre llevaba manga corta, hasta en enero, porque, según decía, su sangre era de mucha calidad. Amancio acechaba las largas culebras de escalera que dormían en las cuadras, las atrapaba con una rapidez de reflejos insospechada y las mataba restallándolas en el aire como si fuesen látigos brillantes. Luego, ya inmóviles, se las colgaba del cuello para aterrorizar a los obreros supersticiosos y caminaba por la fábrica henchido de fuerza y magnetismo, convertido en un adorable dios mitológico. Amancio olía a vino, a tabaco y a sudor y se sabía todas las alineaciones del Real Madrid desde mil novecientos cuarenta a mil novecientos sesenta y ocho.
Nino lo esperaba sin moverse, le daba la mano y juntos recorrían los pocos pasos que quedaban hasta la puertecita de madera de la sirena. Estaba situada en aquel pasillo y en alto, donde él aún no llegaba. Amancio lo levantaba con sus fuertes brazos y Nino descorría la falleba, abría la puertecita de madera y se quedaba mirando embobado los dos botones que ocultaba, uno verde y otro rojo, brillantes y prometedores. Amancio esperaba unos instantes y decía:
—Ahora.
Nino apretaba el botón verde y la sirena de la fábrica empezaba a ulular con tal fuerza que toda Lagunas se enteraba. La oían las mujeres que clasificaban las rumorosas aceitunas, los hombres solitarios que requerían los bocoyes y aquellos de la almazara, gobernantes de pesadas muelas de piedra y cargadores de prensas metálicas de donde brotaba el aceite puro y fragante. La oían los oficinistas y el padre de Nino, siempre con su puro, su ABC y sus teléfonos. La oía su madre, que reía risueña porque sabía quién la había accionado. Llegaba a oídos de los guardias civiles, del alcalde, de los curas, las monjas y los maestros. Y todos pensaban: ya es la una, se acaba la mañana, pronto comeremos.
Mientras tanto, allí seguía Nino, en brazos de Amancio, resistiéndose a pulsar el botón rojo y volver al suelo, viviendo con una intensidad que solo los niños conocen.
Víctor Espuny
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