Espejismos

Se ha acabado la primera ola de calor de este verano. Han sido días como si de agosto se tratara, pero sin vacaciones, sin piscinas, sin playas donde apagar las horas muertas. Sin niños que corren por la orilla con los manguitos puestos, sin madres gritando para que la niña no se meta tan adentro; sin tinto de verano, sin gazpacho, sin caravanas interminables por la autovía. Y es que parece que vivamos a destiempo, sin ganas de mirar la televisión, sin ganas de saber de la guerra de Ucrania. Es de noche y estoy en mi azotea viendo las luces del Bajo Llobregat, bajo un manto de nubes amenazantes, que en ocasiones lanzan sus rayos. Siento un viento fresco que arrasa lo poco que dejaron las hogueras de San Juan. Lucho para que la brisa no borre mis recuerdos, mis andanzas grabadas a fuego en lo poco que me queda de memoria reciente y lo mucho que almaceno de mis primeros años de vida. Me dicen los mayores con los que hablo, que ellos apenas retienen lo del día anterior, pero son capaces de contarme con detalle, aventuras de juventud. Rafael era el hermano de mi abuela. Un hombre bueno, rodeado de sus hijas, su hijo, su mujer y sus nietos. Envuelto del cariño de los suyos, que él regalaba en todo lo que hacía. Cuando era niño, me gustaba ir a verlo y sentarme junto a él a escuchar las leyendas de su vida. Tenía una forma de narrar que embelesaba; con ese deje de hombre de campo, pero también de hombre tierno. Supe de muchas historias que quizás no fueran del todo ciertas, pero contadas de aquella manera tan armónica, parecían un espejismo real. Rafael M.C. hacía que las horas que pasaba en la calle San Cristóbal fueran como el fuego que alimentaba mi horno. Eran parte del combustible que necesitaba para luego intentar ser el futbolista que nunca fui, o para luchar por los sueños que sí logré. Y es que nunca se sabe cómo influyen quienes nos rodean, hasta que ya no están. Acabamos siendo pedacitos de todos ellos. Cada uno te lleva a un tiempo que ya no vuelve, como a mí me ha llevado la ola de calor. Me ha llevado a la silla de enea, al búcaro de la puerta, al chorro de niños entrando y saliendo de aquella casa y a Rafael sentado a la entrada, con su cuerpo de hombre maltratado por la vida, y su rostro de hombre bueno. Era de esas gentes que nada tenían y que sabían que su supervivencia dependía de la ayuda mutua de los de entonces, para que luego fluyera hacia los de abajo, como un río de vida. De esa solidaridad hemos podido crecer los que hemos llegado después. Me pregunto qué queda de todo aquello. Apenas nada. Todo se ha esfumado, todo está regido por el tener, más que por el ser. Todo se ha quedado de puertas para dentro, donde el mundo se reduce a una solución de aceites y alcohol, como una colonia donde elegimos las proporciones que queremos aplicar. Mientras acabo este artículo bajo la brisa fresca del Mediterráneo, me preparo para soportar la próxima ola de calor. Como buen espejismo, no tardará en llegar.
© Juan Zamora Bermudo
LA FAMILIA
Necesitaba algo más grande que una simple nueve milímetros parabellum. Para un hombre de ciento veinte kilos de peso y dos metros de estatura, no valía cualquier arma. El AK-47 era demasiado aparatoso y posiblemente no le gustaría estar siempre pegado a él. La belleza de un revolver entre sus manos y sobre el pecho, era muy tentadora, principalmente porque vestía un traje negro, unas gafas de sol y unos zapatos relucientes. Al final elegimos un subfusil Uzi con incrustaciones de oro, muy adecuado para ir sobre el difunto una vez cerrado el ataúd. Adolfo habría sido un narco maravilloso, si hubiera sido diferente.
© Gaelia 2022
Fotografía: Malena Z.
Twitter: @gaeliadeideas