Españolito que vienes al mundo


La ciudad de Alicante posee los restos de dos castillos, San Fernando y Santa Bárbara. En la actualidad son meras atracciones turísticas y emplazamientos de antenas de comunicaciones. El primero fue levantado durante la Guerra de Independencia y no llegó a estrenarse militarmente. Es una construcción difícil de describir por la acumulación de volúmenes arquitectónicos, irregular y de poca altura si se le compara con el de Santa Bárbara. Este último es la estrella de la ciudad. Posee una historia mucho más extensa. Fue levantado por los dominadores árabes sobre la montaña de Benacantil, que se yergue altiva junto al mar, y medio destruido y reformado en distintas ocasiones. Mirada desde la costa, la fortaleza es completamente inexpugnable: las garitas de los vigilantes, situadas a una altura de más de ciento sesenta metros sobre un vacío pavoroso, parecen talladas en la roca, obras de un escultor temerario. Por el resto de caras del monte, el castillo se encuentra rodeado por pinares, parques y el popular barrio de Santa Cruz, una belleza que recuerda el barrio malagueño de la Coracha, situado hasta hace pocas décadas en las faldas del monte de Gibralfaro y hoy desaparecido. Ambas fortalezas, la alicantina y la malagueña, tienen en común dominar la ciudad y, sobre todo, el mar, principal vía de comunicación e invasión a lo largo de los siglos.
Existen muchas formas de subir al castillo de Santa Bárbara. Una de ella es un ascensor que eleva al visitante en pocos segundos desde el nivel del mar hasta la fortaleza; es la más cómoda, pero resulta poco indicada si se quiere tener una idea de conjunto del castillo. Otra es por la carretera, rodeada de pinares, que sube por la cara norte de la montaña. Una más, desde el barrio de Santa Cruz, por el parque, escalonado, de la Ereta, la mejor para hacerse una idea de las sucesivas líneas de murallas que rodean la fortaleza. Y luego quedan los innumerables caminos y senderos abiertos por los caminantes en las caras de las montañas menos abruptas, aunque todos acaban encontrándose en la entrada del castillo.
Una vez allí, y traspasadas las primeras puertas —estamos ya en el antiguo Baluarte de Santa Ana—, recorremos un corto túnel, giramos a la izquierda y, después del paso obligado por la tienda de recuerdos y fruslerías varias a precios exorbitantes, nos encontramos en el patio de armas. El visitante puede dirigirse a cualquiera de los sectores de la fortaleza, algunos dotados de paneles explicativos, aunque en general bastante desprovistos de ellos si se exceptúa la gran construcción central a la que llega el ascensor, antiguo cuartel de tropa. Para el fin que nos interesa, a la salida de la tienda diríjase el visitante hacia su izquierda y llegará a lo que hoy llaman la pineda, antiguo Baluarte de la Reina, donde se encuentra un quisco bar. Una vez en ese punto, allí donde se divisan kilómetros y kilómetros de mar hasta alcanzar el lejano horizonte, mire hacia abajo, al suelo que pisa. Verá distintos recortes del pavimento que existía allí en los años treinta del siglo pasado. Están integrados por losas rectangulares de piedra blanca y de unos treinta por cincuenta centímetros. Usted estará rodeado de decenas de personas de muy distintas nacionalidades y lenguas, que harán cola para fotografiarse colocándose de espaldas a las maravillosas vistas marítimas y ante unas letras enormes que forman el nombre de la ciudad. Ignórelas, si puede. Miré al suelo, a las losas. Están repletas de inscripciones practicadas en su superficie con un objeto afilado y duro. Algunas son obras de arte caligráfico, fruto del conocimiento de un oficio y de un tiempo generoso para ejecutarlas. En ellas se leen nombres y apellidos y fechas. El arco cronológico de las que he podido apuntar abarca desde el verano de 1937 hasta avanzado1939. De este año data una que va acompañada por las palabras «prisionero rojo». El hombre que inscribió en la piedra esas palabras quería distinguirse de los prisioneros que habían realizado las inscripciones anteriores, todos del bando franquista, pues el castillo de Santa Bárbara sirvió de presidio para los dos. Este descubrimiento, personal, por supuesto, me lleva a reflexionar sobre el presente.
España sufre el síndrome del descendiente de la persona que murió en la Guerra Civil o fue depurada en la posguerra. Personas insensatas, sin escrúpulos y poseedoras de importantes responsabilidades políticas, se dedican a echar a unos ciudadanos contra otros, no piensan en el bien general. Todos tenemos antepasados que de alguna forma sufrieron en el aquella desgraciada guerra, pero eso no quita que se mire al futuro con generosidad. El conflicto es muy antiguo. Desde que Fernando VII volvió de Francia tras la Guerra de la Independencia y pasó de deseado a odiado por negarse a jurar nuestra primera Constitución, y dedicarse a perseguir a los llamados afrancesados, los españoles estamos enfrentados. Las guerras civiles jalonaron el siglo XIX hasta culminar en la locura fratricida de los años treinta. Parece que no sepamos vivir. No existe país europeo de sociedad tan polarizada y donde los nacionalismos, siempre debilitadores, tengan un futuro tan asegurado. España existe a pesar de los españoles, que parecemos empeñados en destruirla con enfrentamientos internos. Nuestra fuerza sería infinitamente mayor si todos procurásemos remar en la misma dirección. Ya está bien. Las inscripciones de los prisioneros del castillo de Santa Bárbara de Alicante —faltas de protección, por cierto—deben servir de recuerdo de lo irracionales que podemos ser. Nada como la educación para la concordia y la unidad.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.