“Érase una vez en el Oeste”

O “Hasta que llegó su hora”, según la traducción en España. O según a qué se refería el gran Sergio Leone. Cualquier persona leería la – en principio – errónea traducción al castellano de C’era una volta il West (Once Upon a Time in the West, título original) como una muletilla fácil sobre el villano de la misma: a los malos y a los forajidos por fin les llegó la hora. A pesar de la obvia equivocación al titular así a la obra maestra – entre otras – de Sergio Leone en nuestro país, no dista tanto de parte de la esencia de una película que lleva por delante una narrativa clásica de venganza. Pero claro, quedarse con eso es meramente acariciar la superficie. Ya hablaba en el anterior artículo de que “Érase una vez en América” parecía la culminación total de la obra de Leone, siempre pendiente de echar el ojo al continente americano y sus matices, y por lo tanto convirtiéndose en un escenario perfecto para contar la gran historia sobre la vida que era esa película –a priori– de gángsters. Aunque antes de eso, sin contar a “¡Agáchate, maldito! (1971)” el cineasta italiano ya parecía acometer el largometraje definitivo sobre el Lejano Oeste. Porque “definitivo” es la palabra que lo definía a él, a su arte, y, claro, a la imborrable película protagonizada por Claudia Cardinale, Charles Bronson, Henry Fonda y Jason Robards.
Es curioso denominar como definitiva a Hasta que llegó su hora, dados los precedentes por los que venían Sergio Leone y Ennio Morricone. Esta es una extensión de los principios asentados en la –también– magistral trilogía del dólar, que según muchos, aparte de la innovación de un género apagado, fueron la verdadera mecha que encendió el cine moderno en los 70 con Scorsese, Lucas, De Palma, Coppola, etc. Tergiversar al típico héroe cowboy americano, tan noble y heroico, y convertirlos en tipos tan cuestionables como los crueles villanos a los que se enfrentan, desdramatizar el tono romántico, o darle el sentido operístico y fantástico al Oeste fueron algunos de los hitos que hicieron resurgir al western por todo lo alto. Una vez alcanzada la cima como el líder absoluto del spaghetti western, Leone sólo tenía ojos para la historia de los chavales que crecían juntos en un barrio de judíos de Nueva York. Pero claro, para los americanos era conveniente exprimir cada centavo antes de permitirlo, ¿y cómo no pedir otro western al genio del western antes de cambiar de aires? Y así nació Hasta que llegó su hora/ Érase una vez en el Oeste. Benditos fueron estos productores americanos, también te digo.
“¿Qué narices tiene esta película que no tengan las de Ford, Hawks, Mann o Peckinpah (este el más parecido a Leone)?” Bueno, “definitiva” no quiere decir mejor. Pero Sergio Leone consiguió algo inaudito aquel 1968. Leone convirtió al cine en una ópera. ¿Por qué permanecer durante esos primeros 15 minutos con tres hombres mientras no hacen nada más que esperar un tren? Cada segundo de su espera está plasmado en la gigantesca y preciosa panorámica de la pantalla. El molinillo gira sin cesar con el suave viento, la gotera cae sobre sus sombreros, las moscas dan vueltas sobre sus cabezas, el telégrafo no deja de sonar. Sin música ni tonterías, porque cuando la música suena tiene que importar. Cuando llega la hora de Morricone, resuena una inquietante armónica que sujeta Charles Bronson con una mano mientras la otra sostiene su maleta, el hombre al que hemos estado esperando con esos tres forajidos durante más de 10 minutos. Para la masacre de una familia Leone pone a los pájaros, y los fulminantes disparos de los rifles, pero nada más, porque la música llega después. Es cuando termina que una guitarra eléctrica hace salir de entre los arbustos a cinco hombres con guardapolvos llenos de suciedad como seres endemoniados. No importa a quién esperan esos hombres en la estación ni a quiénes se asesina en la masacre en ese momento, porque en el momento sólo cuenta el cómo. Lo demás se averigua después porque en eso consiste la experiencia cinematográfica.
En el momento que Claudia Cardinale llega en tren al pueblo y pide transporte no importa a dónde se dirige. Es su paso en carruaje por el majestuoso Monument Valley –mítico del género y encumbrado por esos maestros antes mencionados– lo que le importa a Leone. El pueblo, las diligencias, los monumentos, el desierto rojizo, los cientos de hombres mugrientos construyendo las vías del nuevo ferrocarril. Importa la mirada gélida en los ojos azules de Henry Fonda cuando uno descubre que el actor insignia del héroe americano es, efectivamente, el asesino y antagonista principal de la cinta. Importa la entrañabilidad del Cheyenne de Jason Robards. Importa el cine y nada más.
El Western siempre ha sido un género basado en la fábula, y Leone acogió ese fundamento desde el principio. Para él era tan importante el motivo en la venganza de Bronson como lo era la forma de sostener la armónica. Hasta que llegó su hora hacía referencia a un Leone que decidía que era hora de poner un punto y final al viejo y queridísimo Oeste. El maestro del lenguaje cinematográfico, casi como el de un cineasta de la era muda, pone fin a un género permitiendo echar una última ojeada al crepúsculo del forajido, del caballo y de los Saloon. Casi 3 horas de una película que perfectamente podría llamarse “Réquiem del Oeste”. Es la definitiva porque nunca se pensó que echaríamos de menos tanto ver un duelo en el desierto como en las de Sergio Leone.
