En el fondo es el cine de la vida
El singular Orson Welles afirmaba que es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta. Trasladar este pensamiento al trajín y los automatismos del vivir cotidiano es toda una proeza.
Viajabas de la tierra al aire con la naturalidad de un pájaro y con un pequeño tatuaje en el hombro que era un verso de Liberté de Paul Éluard: Escribo tu nombre. La sucesión de las cosas se derrumbaba y la mañana del mañana estaba llena de noche y simultaneidad. Daba gusto contemplarte. Ocupabas el espacio y el tiempo tímida y dulce, a lo Ingrid Bergman, que vestida de Juana de Arco te traía purificado el odio de los hombres y las herejías imprescindibles que sueltan cadenas. Que te maten con diecinueve años por ser mujer y diferente -todavía ocurre- sólo da para que te canonicen y aparecer en los libros de Historia.
La libertad no desistía de ocupar todo el espacio y el tiempo con tu presencia y era una religión no revelada cuyo único culto externo eras tú misma. Dios -ese artefacto multiusos- no era necesario, pese a que su sentimiento presionaba una barbaridad en la conciencia, con el paso de los años supimos que aquello era inocencia y comunión con la vida.
Allí arriba, en el infinito, donde alcanzaban tus ojos y los deseos de los desesperados, el cielo era una bóveda fría que quemaba las manos al tocarla y donde se libraba la batalla entre las fuerzas del mal y las fuerzas del bien sin que nadie se percatara. La Guerra de las Galaxias tuvo lugar una tarde de otoño de 1978 en un cine de pueblo, a lo universal se llega a través de lo local. Parecía el fin del universo en vivo, pero fue el principio. Te llevó al campo de batalla de las estrellas tu padre, que miraba por primera vez con alucine sentado a su lado la cara de un niño de siete años que miraba con el mismo alucine por primera vez una pantalla mientras una selva de nervios le tupía el estómago. El padre, llevaba en la cabeza a Dean Martin de sheriff borracho en Río Bravo y no se imaginaba a John Wayne con una espada láser, y pese a que la muerte hizo a la perfección su irreprochable trabajo, todavía sigue sentado en esa butaca por obra y gracia del cine y de George Lucas y John Wayne seguirá siendo por los siglos de los siglos el más noble y rápido desenfundando el revólver a este lado de la frontera entre los vivos y los muertos. En el fondo el cine es el guardián y el ángel custodio de la vida. El Jedi de alucine que lucha contra la Estrella irrevocable de la Muerte.
Viajabas de la tierra al firmamento con la sencillez de una hoja y con un pequeño tatuaje en el hombro que era un verso de Paul Éluard que se te salía de la piel y volaba también. Era una delicia contemplarte alegre y libre en medio de Darth Vader y Luke Skywalker.
IDEAS Y CREENCIAS
Escritor y profesor de Lengua y Literatura.