Empapados
Sevilla muere por su boca, que son las nubes, y descarga una especie de bilis mortal que cubre el suelo. Sevilla se manifiesta y llora para adentro. Y plac, plac, caen goterones como lágrimas que se detonan contra el suelo. Una ciudad que se libera y que en su catarsis escupe todo lo que no ha bebido. El maná era solo eso, agua que se derrama cuando uno no puede más, ríos de rabia que fluyen cuando hay diques que sobran, bocas dispuestas a beberla, gargantas sedientas, caudales humanos. Y clon, clon, estallan las perlas acuáticas contra la marquesina, a lo lejos se ve un horizonte hecho tramoya, fideos fríos bajando a toda velocidad, semáforos fundidos, El Cid parece sujetar un paraguas, y a lo lejos un reloj. Cada segundo es una gota y las gotas no paran de caer. No hay manera de parar, pero tampoco hay manera de cambiar. Son dos años calcados y Sevilla se queja, su cielo no es el de Madrid porque es más combativo, y porque aquí, cuando llueve, llueve como nunca había llovido.
Y crash, un rayo parte la armonía que la lluvia había formado dentro de su caos para darle por unos momentos al interruptor de la luz en plena noche. Es una radiografía breve, un flash, un disparo luminoso. Hay momentos esclarecedores en los que todo cae de cajón, solo nos hace falta la luz para poder verlo, el problema de los problemas que ahora nos acechan, es que llevan dos años suponiéndonos un problema. Llevamos mucho tiempo bajo la lluvia aguantando el chaparrón, con un paraguas bajo un tsunami. No es que llueva a gusto de todos, es que diluvia en favor de nadie.
Y uno empieza a buscarle el tercer pie al gato negro que nos ha debido de mirar, se convence de encontrar explicaciones en sitios donde se dedican a fabricar explicaciones, desiste, y decide reclamar allá donde van a parar todos los males de la humanidad a los que no se les encuentra sentido. Mira arriba, y descarga contra el habitante del ático supremo miles de soflamas. Nunca se le llama porque alguien compartió un día su ubicación y se dio por hecho que vivía allí, encima de nuestras cabezas, o dentro de ellas. Por lo visto, su puerta siempre está abierta y el buzón de quejas habilitado para todo el que quiera desahogarse. El problema es lo del tick azul, y lo de la fe que se necesita para creer en un creador que deja que su obra agonice. Esa es la pregunta que se les ocurre a tantos niños, que en su ortodoxia divina se preguntan como nos dejan aquí solos, como esa instancia superior y todopoderosa a la que desde pequeños le imploramos no le pone coto a la locura, cómo y por qué se ha ido el abuelito, qué cojones pasa con el negrito del video de clase, por qué no tiene para comer. Y se toma al niño por tonto, y se le da la explicación que se da cuando no existe explicación: “ya lo entenderás”.
Y clin, clin, cae más despacio la lluvia, calles inundadas, coches encallados. Toca celebrar el cumpleaños más famoso del mundo, sentarnos en la mesa, volver a sentir el miedo y la desconfianza en el de al lado, festejar que pese a todo estamos juntos y que existimos, emborracharse y recobrar la esperanza del que cree en algo llamado felicidad. Uno levanta la cabeza y después de quejarse también da gracias, la duda es la única manera que encuentro para creer a ciegas. Sevilla muere por su boca, que son las nubes, y Dios nace. Escampará, quiero creer que escampará.
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