Elvis y La Conjura
Uno acababa de cumplir los 18 años y ese verano ursaonense de la mayoría de edad decidí empaparme de Elvis, para liberar sofocos y sofocones de estío y juventud. Me compré con unos ahorros una doble casete de la época y pude comprobar que aquel tío hermoso de póster de quinceañera no tenía voz, sino un abismo gutural por donde subía y bajaba cómodamente cualquier canción. Sonaban An American Trilogy o Love letters y comprendí por qué los humanos divinizamos a los artistas que nos abren una senda de sosiego o emoción entre los auriculares y nuestro espíritu. Caminé por esa senda gustosamente todo aquel verano y con el paso del tiempo y otros tantos veranos me di cuenta de que yo también quise un día a Elvis Aaron Presley, y me temo, que ha sido muy difícil serle infiel. Hoy Elvis en vida sería un abuelete de 75 años recién cumplidos. Cifra conmemorativa. Venga a celebrar todos los tópicos típicos del más acendrado tipismo: el tupé, el cadillac, los fans, el presunto rock rebelde. La diferencia capital es que An American Trilogy o Love letters siguen abriendo un sendero de alivio o emotividad entre el reproductor y nuestro corazón. Y eso que uno ha cumplido más de 18 años por segunda vez.
Elvis era un muchacho pobre de Mississippi, profundamente religioso, que adoraba a su madre Gladys y que en el Sur derrotado de los terratenientes y de los negros esclavos de América creció a contrapelo como un mestizo cultural de ojos azules. Era blanco, pero cantaba como un negro. Aprendió el dolor y el lamento oscuro de los marginados y su júbilo rítmico en el folklore sin mercantilizar de los tugurios furtivos y vírgenes, donde el hombre, como ente creador, tiene libertad, raíz y simiente. Donde la cultura es la manigua al natural antes de ser el jardincito privado de la industria y de las masas. Elvis era blanco, pero le echó tabasco a sus caderas y se movía como el diablo de los negros, que es el diablo más negro de todos y eso escandalizaba a la América profunda y puritana. Los americanos se escandalizan al unísono de ver en público unas bonitas tetas al aire, pero en la intimidad les encanta tocar los pechos turgentes de las jóvenes becarias. América se escandaliza con todo hasta que lo convierte en una rentable venta y se acaba el escándalo y empieza la ganancia. Aquella túrmix rítmica de la pelvis de Elvis molestó y ofendió un montón. Por favor, era un vulgar negro disfrazado de blanco vulgar moviéndose obscenamente. Qué escándalo. Pero el sueño americano se consumó, una vez más, en una pesadilla individual. A los 23 años Elvis ya estaba domesticado y anulada su “pureza mestiza”. Le arrancaron de su boca la música de las raíces enfangadas de la negritud que tienen su epicentro histórico en África y en el temblor escalofriante de la muerte anónima y por doquier de Haití. Al Rey del rock le difuminaron del esqueleto la danza eufórica de los que no quieren ser esclavos porque aman la vida. Una manager agresivo y tiránico le extirpó los cojones folk del alma y lo transformó en una marca registrada y en un cantante guapo que interpretaba las canciones que gustan en USA. Luego murió su adorada madre, que le terminó de esfumar el alma a los cielos supersticiosos de Tennessee, por lo cual hubo de fabricarse un alma artificial con barbitúricos y anfetaminas para alentar su vida de nuevo y orgulloso multimillonario estadounidense. Las industrias culturales y las productoras discográficas le birlaron su primitivo folklor/dolor con son y meneo de negro desterrado y desgarrado desde hace siglos. Y en la huida hacia delante del money, money, vendieron y revendieron a Elvis la Pelvis como un símbolo de América, cuando en realidad lo habían falsificado amablemente, al símbolo y al hombre, que degeneró en un monigote hortera y verbenero lleno de lentejuelas, que sólo conservaba sobre el escenario la inocencia primorosa y pasional de su garganta: blues, rhythm and blues, country, gospel, baladas, Elvis siempre cantó como un negro apaleado por el destino en el pellejo de un humilde muchacho blanco. Por eso, aun así, manipulado y adulterado, Presley es un milagro torrente de la música popular.
Antonio Machado decía aquello de que si vais para poetas, léase artistas, no olvidéis el folklore. Los muchachos de La Conjura han seguido el consejo machadiano y llevan 10 años transitando por el camino de los artistas sin hacer ruido, esto es, haciendo música, música folk, que es la que se trabaja y se pule desde la raigambre y con raíz, estilo y sello propios. Y eso es digno de celebrar a nivel particular e institucional. Celebramos los 10 años y celebramos que La Conjura es la conjura mágica de muchos Elvis. Estos muchachos de Osuna han sido conscientes de que cualquier manifestación cultural se sustenta por las raíces y se pierde por las ramas y por el follaje verde chillón de los productos.
Desde Tupelo a Memphis, por una vieja y polvorienta carretera va un muchacho blanco entregado a su suerte y acompañado de su pobreza. Camina con el jubiloso contoneo sonámbulo de un pobre negro, toca armónica y banyo, toca las cuerdas donde se tienden al sol las inquietudes y los suspiros y asoma un lamento oscuro al abismo gutural de su voz por donde bajan y suben las canciones sin precio. Los coches Ford pasan y le pitan. El mundo se escandaliza a la par que se frota las manos y se relame los labios. Antes de Elvis no había nada (sentencia de Lennon). Después de él conocen ustedes la historia. El resto son decibelios y un horrible silencio enjaulado en un estudio de grabación pidiendo socorro.
A mi amigo Antonio Jesús Sánchez, que también quiso un día a Elvis.
Francis López Guerrero