Elogio de los mercadillos
Son los otros centros comerciales. No tienen agregado un multicine o una gran superficie, ni siquiera un aparcamiento. Existen desde que alguien pensó que podía sacar algo vendiendo aquel objeto que tenía en su casa y ya no quería para nada. Los mercadillos de lo viejo, de cosas usadas, eran el Wallapop de nuestros abuelos, pero un Wallapop amable y cercano, donde nadie te obliga a dar tus datos, donde vendedor y comprador se miran a los ojos por encima de la mercancía, donde es posible estrechar la mano del comprador una vez hecho el trato. El comprador sabe, además, que la semana que viene el vendedor y su puesto van a volver a estar ahí, exactamente en ese sitio, y uno puede reclamarle o seguir tratando con él.
Incontables son los mercadillos establecidos en el ancho mundo. Cualquier población tiene el suyo. Dentro de las ciudades los hay por barrios y por artículos. La diversidad de ellos es grande, pero todos tienen algo en común: la bondad de sus precios y su pertenencia a la economía circular y de proximidad. Esos conceptos de los que tanto se habla ahora, y que sin duda hay que tener en cuenta para el bien de nuestras sociedades y, en general, de la vida, han estado presentes en los mercadillos desde que estos se instalan, al menos desde la Edad Media. Siempre ha habido mercados efímeros y al aire libre. Las ciudades del centro de Europa, y aun muchas españolas, se articulaban alrededor de una plaza principal en la que se instalaba un mercado algún o algunos días de la semana. Cuando eran de comestibles se ofrecían, como ahora, productos de proximidad. Aquellos hortelanos, campesinos trabajadores, dueños o arrendatarios de una pequeña parcela, recogían los excedentes de su producción y acudían con ellos a las poblaciones, donde los vendían a precios económicos. Siguen haciéndolo, por supuesto. Estoy seguro de que las diferencias de precio y calidad se han ido acentuado en las últimas décadas. No hay más que ver cuánto nos cuestan y qué sabor tienen, por ejemplo, unos paraguayos de un buen mercadillo de fruta si los comparamos con los que compramos en una cadena de supermercados. Estos últimos son más caros y no saben a nada. Las ventajas de comprar en los mercadillos son, pues, claras.
Pero los mercadillos poseen también interés cultural, sobre todo aquellos de objetos antiguos. Los parisinos presumen de su Marché aux puces, según ellos el más importante del mundo por el número de visitantes. Cegados por su chovinismo y su idea de grandeur, parecen incapaces de conceder que frente a su mercadillo, enorme y multitudinario, de acuerdo, aunque nacido oficialmente en la segunda mitad del siglo XIX, nosotros tenemos el Rastro madrileño, nacido en el siglo XVIII, y sobre todo, el Jueves sevillano, el de la calle Feria y alrededores, que vienen instalándose, semana tras semana, al menos desde el siglo XIII. Y además, sin pulgas, que todo hay que decirlo.
Perderse un mercadillo de objetos de segunda mano es una de los mayores placeres ciudadanos. Para empezar, uno, desde luego, se reencuentra con su infancia. Vuelve a ver los teléfonos fijos de dial circular o los proyectores de películas de super 8, y sin buscarlo espabila al niño que fue. Lo mismo podría decirse de las revistas y tebeos antiguos. Ojeándolos uno vuelve a sonreír con Altamiro de la Cueva o Josechu el Vasco o, si es más joven, con Pepe Gotera y Otilio o los hermanos Zipi y Zape. Los mercadillos españoles de ciudades como Fuengirola o Alicante poseen el encanto añadido de la vecindad de personas de todo el mundo. Hace ya más de medio siglo que ciudadanos extranjeros, generalmente europeos, viven y mueren en el paraíso español, pasan aquí sus últimos años, y cuando fallecen muchos de sus objetos personales y sus muebles acaban en estos mercadillos. Así, no resulta extraño que uno encuentre en ellos condecoraciones de la antigua URSS o álbumes de fotos de soldados nazis de maniobras. Hace poco ojeé uno de estos. Eran fotos de 1935. A los soldados se les veía en las fotos sonrientes, satisfechos, bien alimentados, completamente ignorantes del futuro que les esperaba, orgullosos de pertenecer a una máquina bélica como el ejército alemán, supuestamente invencible.
Existen historias de mercadillos para aburrir, y no es mi intención. Los viajeros que visitan Londres tienen a su disposición el que se instala entre Notting Hill y Portobello Road, donde uno puede encontrar objetos también peregrinos, muchos provenientes de las antiguas, y numerosas, colonias británicas, la gran mayoría establecidas en regiones exóticas. En Sevilla existía uno en la Alameda de Hércules, no sé si sigue aún—hablo de los años ochenta—, donde uno acudía los domingos a ver si encontraba la bicicleta que le habían robado. Algunos mercadillos, desde luego, han tenido mala fama, pero ninguno desilusiona: todos son muy entretenidos y apuestan por la reutilización.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.