Elogio de la frustración


Hoy educamos evitando que los niños se frustren. Los pasamos de curso sin aprobar y los consentimos en los berrinches para que no se desmotiven, ni de depriman, ni pierdan su autoestima. Sin embargo, privarles de experimentar la frustración y aprender a gestionarla es, quizás, el error de mayor bulto en el desarrollo emocional de una persona. Esto, por no hablar de los palos de todos los colores que se va a llevar más adelante en cualquier ámbito de la vida.
En efecto, la frustración aparece sin ser invitada cuando las expectativas y las necesidades personales no se ven satisfechas o, aún peor, cuando no sabemos identificar nuestras verdaderas necesidades. Siempre tenemos necesidad de algo, por muy estoicos que seamos.
Pero desconocemos nuestras verdaderas necesidades porque no escuchamos a nuestro cuerpo ni habitamos el presente. Nuestra baja autoestima, no querer afrontar determinadas situaciones o el estresante ritmo de vida que llevamos nos sumergen en la angustia y la ansiedad, nos nublan la capacidad de priorizar según nuestras necesidades más genuinas y convenientes.
Cuando no se puede cubrir una necesidad, sentimos frustración. Es una emoción que siempre viene acompañada de la culpa porque, cuando miramos afuera, decimos “los demás tienen la culpa” y, cuando miramos hacia dentro, decimos “no soy suficiente, la culpa es mía”. En ambos casos, usamos este recurso para no hacernos responsables de nuestra propia vida. Con esta actitud -no cabe duda- abrimos la puerta a una experiencia de consecuencias difíciles de valorar: la culpa es agresiva, muy destructiva.
Para pedir ayuda en nuestro entorno podemos acudir desde muy pequeños a las llamadas de atención, desarrollar rasgos límite de carácter, trastornos de personalidad, comportamientos desafiantes… muchas veces, más de las que creemos, el diagnóstico de TDAH simplemente oculta el conflicto con una necesidad insatisfecha. Es más, podemos decir que, desde la perspectiva psicoterapéutica, aquí se encuentra el origen de muchas psicopatías.
Ahora bien, la cosa no mejora cuando miramos al interior de nosotros mismos. Cuando nos culpamos a nosotros mismos, la culpa embarra nuestro autoconcepto, nos genera inseguridad, ansiedad, tristeza, depresión y, en ocasiones, la agresividad hacia una mismo se traduce en autolesiones o suicidio.
En ambos casos, una frustración extrema vivida en clave de culpa puede acabar con la muerte, bien de otra persona, bien de uno mismo. Por eso es tan importante aprender a gestionar y regular nuestras necesidades, porque es la única forma de transformar una frustración en una posibilidad de aprendizaje, salud, asertividad y responsabilidad.
Para ello, una vez que hemos identificado nuestras auténticas necesidades, podemos gestionarlas con dos herramientas muy sencillas, pero no por ello de menor utilidad. Son el aplazamiento y la sustitución. Si algo me apetece y no lo puedo hacer aún, lo aplazo o lo cambio por otra cosa. Aunque una necesidad no se pueda cubrir, al menos con estas herramientas sí la podemos regular. Y esto es muy importante, porque en la necesidad puede que no haya cosas que dependan de ti, pero en la gestión de esas necesidades sí que tú eres el único responsable.
De este modo, transformo la dinámica de la agresividad en una dinámica de la responsabilidad en el cuidado de mis necesidades esenciales más prioritarias. O, lo que es lo mismo, cambio la base de la enfermedad por el cimiento de un desarrollo personal sólido y saludable. La frustración va a venir, va a llamar y va a quedarse aunque nadie la quiera sentar a su mesa.
Cuando esto ocurra, ¿qué vas a hacer con ella? ¿Le echarás la mano al cuello o la dejarás que te cuente? Recuerda que la frustración es una experiencia de extraordinario valor en la vida. Ella es el verdadero pórtico de la sabiduría. La frustración es el molino donde se muele la humildad, pero también es el martillo que nos libera de la cadena de cualquier expectativa, propia o ajena, que nos hace siervos de algo. La frustración es la lente con la que vemos la verdad. Es la fragua donde van los golpes con los que modelamos nuestra vida, porque la vida es una escuela. La frustración remueve el velo de las caretas, los títulos o, como dijera Pedro Salinas, “los trajes, las señas, los retratos” que nos alejan de nuestro verdadero ser. Precisamente por eso, San Ignacio de Loyola no dudaba en pedirle a Dios pobreza, oprobios y menosprecios como una forma de morir al ego y ser verdaderamente libre.
El regalo de una buena gestión de la frustración es invaluable. La gente que se ríe con más ganas hasta de ellos mismos, que no miran por encima del hombro y empatizan con el dolor de cualquiera; la gente que antepone el bien común y no buscan quedar por encima, los que saben trabajar en equipo y no pierden el tiempo satisfaciendo expectativas de la gente; los que priorizan y disfrutan de lo verdaderamente importante, esos, esos son los alumnos más brillantes de la frustración.
Hay una madurez que la da el carácter. Otra, que la dan los años. Pero hay otra que solo la da la frustración, el sufrimiento, la pérdida. Qué pena que privemos a nuestros niños de sentirse frustrados y perdamos la ocasión de transitar con ellos esa oportunidad de crecimiento.
A DIOS ROGANDO
Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.