El verano
El verano es la estación del año que peor llevo, mejor dicho, que llevo mal, muy mal. Y es por lo del meteoro, por el condenado calor que trae consigo que no hay quien lo aguante.
Hay otros meteoros más considerados que nos permiten el desafío. Sin más cuento, el frío. Éste nos da ocasión para combatirlo echándonos encima cuantas capas de ropa sean necesarias para sentirnos confortables, pero el verano, ¡hay el verano! El verano es egoísta e intolerante que no da opciones. Podemos quitarnos ropa, pero, una vez despojados de la camisa ¿de qué otra cosa podemos desprendernos?
En las horas centrales del día nadie se aventura a salir a la calle si no es obligado por algún menester insoslayable. Cuando el sol está en el cénit, sus rayos caen sobre la región como chuzos ardientes provocando frecuentemente las tan temidas olas de calor. Las chicharras atruenan en los campos, los termómetros estallan y tú, o te proteges bajo los árboles, si los hay, o te pegas a la pared buscando la cicatera sombra que proyectan los edificios, al mismo tiempo que imprecas al rey de los astros lanzándole cuantos insultos encuentras en tu vocabulario.
Independientemente de lo que esté cayendo en este día tórrido y pegajoso, está siendo, no obstante, un acicate, un estímulo para ponerme a contar una historia que se repite anualmente, que todos vivimos y sufrimos y cada uno soporta como puede.
Estos calores, después de la ingesta del mediodía, invitan a echarse una siestecita. Yo nunca me voy a la cama, pero me arrellano en el sillón, entorno los ojos y espero el abrazo de Morfeo. Éste no siempre acude a la cita, pero hoy me ha honrado con su presencia y me ha sumido en un profundo sopor. Vuelto a la vigilia y como un inconsciente me he vestido con sombrero y ropa ligera y me he plantado en la calle. La luz cegadora y las altas temperaturas son insoportables. Herido hasta las entrañas vuelvo al refugio del hogar sudoroso, maltrecho y maldiciendo este lugar y este verano, como si fueran únicos.
Siento entonces en mi interior dos toques de atención. Por una parte aparece Eolo, quien con sus resoplidos agita una veleta apuntando en todas las direcciones y, por otra, Crono señala los veranos de los tiempos, indicando ambos que los estíos en los lugares del entorno tienen semejanza entre sí casi absoluta.
Que no, que no me lo creo, y muestro mi intención de viajar para ver. Entones aparece Crono de nuevo en escena para advertirme que vivo ya la tercera fase de la edad, que deje el cuerpo en lugar fresquito y seguro y que, en todo caso, envíe la mente como mensajera sin riesgo.
Con objeto de esclarecer mis cogitaciones, la mente me lleva a sitios y tiempos distintos que me permiten establecer referencias comparativas.
El resultado es que los sucesivos veranos en los lugares próximos corren parejos.
Situado ya en tiempo y lugar, puede uno figurarse subir por una calle del pueblo durante un habitual recalmón bajo 40 o más grados, 40 que los adoquines acumulaban y expelían en forma de efluvios abrasadores esperando tu paso para achicharrarte vivo.
Vestido con terno completo, la corbata anudada al cuello, no tardabas en sentir el sudor chorrear por tu frente y por donde no es la frente. Y los ojos, irritados por la deslumbrante luz, solo veían chiribitas de todos los colores donde quiera que posaras la mirada.
Para hacer más soportables las primeras horas de las noches, las familias sacaban las sillas a la puerta llevando consigo el porrón del que bebían sin tregua largos tragos que provocaban ocasionalmente molestos aguachinados.
Salían a la calle en busca de una bocanada de frescor, pero, con frecuencia, lo que recibían era la visita de un cafre e insolente elemento con la etiqueta «Solano», que con sus malas mañas aspaventaba a los presentes, obligándolos a recoger y regresar al cubil.
Bastante alivio se encontraba en los cines de verano. Sin techo, sentado en una silla de enea y respaldo recto, contemplabas distraído el pase de la película, y, a la mitad, daban «el descanso» para permitir al espectador echarse al coleto una refrescante gaseosa en el ambigú, donde también te vendían pipas para desesperación de las limpiadoras. Era sin duda el mejor rato del día.
En el pueblo había dos cines: El cine Capado, situado en un lugar céntrico, y el cine Carretería, en la calle que le dio nombre. Ésta era un local más popular, un «corral» muy espacioso y abierto a los cuatro vientos, con la posibilidad de recibir alguna vivificante brisa. La entrada era barata, dos reales, algo menos de la mitad de lo que se pagaba en el Capado.
De madrugada te ibas a la cama con temperaturas que todavía rondaban los 30 grados. En la época, los colchones eran una especie de saco relleno de lana. La lana, todos lo sabemos, se utiliza para fabricar prendas de abrigo, que muy bien se disfrutan en tiempos invernales, pero en verano… ¡madre mía! Te echabas en la cama y ardías por todos los decúbitos, según la postura que adoptaras en tu desespero.
Entonces deseabas morirte o poseer el don de la levitación para despegarte del infierno. Pero nada, tirabas el colchón al suelo y te echabas sobre el imbricado tejido de alambre del somier.
Había lucha contra el insomnio y a altas horas de la madrugada uno se quedaba frito por agotamiento, por consunción de la energía vital.
Quizás con suerte habías podío dormir un par de horas. Tenías pesadillas, te levantabas con ojos enrojecíos, profundas ojeras, los huesos molios y tó el cuerpo estampao con incrustaciones de alambre. Ibas al trabajo, no tenías coche fresquito, caminabas a pie empapao y cabreao, pensabas que pa qué, que sería otro día igual, que el almanaque zaragozano anunciaría otra ola de calor, que ya no podías más, que estabas asao, consumío, que ibas a morir si no refrigeraban pronto el aire. Pero no, aguantabas, resistías, llegaba el otoño y, por entonces, volvías a ser feliz hasta otra.
Amante de las letras, la enseñanza, la tecnología y, sobre todo, de Osuna.
Nacido en 1929 en El Saucejo (Sevilla) es el columnista con más experiencia vital que posee El Pespunte. Ha dedicado su vida a la enseñanza de EGB en distintas localidades andaluzas y su pasión por la informática le llevó a aprender a editar vídeo y audio y, por devoción, a no alejarse de Osuna.