
EL POYETE
Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.
Estoy de mudanza, me voy de un piso al que nunca volveré, pero que ha sido mi casa. Cada vivienda que habitamos hace mella en nuestra historia, construye recuerdos en los terrenos urbanizables de la memoria. Me gustaba este barrio, me había hecho a este pequeño reino íntimo, ahormado a sus manías, fundido en sus rutinas. Echaré de menos el ruido del Luis Cernuda, los pibes haciendo filas en el patio, jugando a calentarse las manos. La cartera teñida que masca chicle y empuja su carrito, que llama al telefonillo como si le molestase que la puerta no esté abierta a su llegada. El C4 del cani que pasa con Mike Towers a todo trapo. El mal genio del dueño del Bar Luna, raro y anárquico como él solo, capaz de estar cerrado un jueves soleado y abrir un lunes lluvioso. De esas personas que demuestran estar tan de vuelta de todo que generan un magnetismo especial, el de la curiosidad por saber en qué mundo viven los seres asociales que curran de cara al público. Hay gente que desafía a sus condiciones, como si estuvieran en una constante gresca con el mundo. Les admiro. Echaré en falta su oreja a la plancha, la melosa salsa brava que instala un hormigueo en la lengua y a los viejos que siguen haciendo la quiniela.
Las señoras mayores yendo al yoga, cargando la esterilla, haciendo tertulia en la puerta del local. Los chavales preparando los exámenes en el centro cultural, montándose su bodegón en los bancos de fuera. Eneryety, caña de chocolate y tabaco de liar. Mi china de confianza, siempre abierta, con esa sonrisa innata de las buenas personas que trabajan más de lo que deberían. Hola, glacias, buen día. Y su nena, risueña, sentadita en un taburete, junto a los cromos y las chuches. Y los aglioglio del Dapi, sin lo verde por encima, porfa. Y su pizza Diavola. Ese viaje a Italia por las escaleras del bloque, Nápoles encerrado en un pequeño local de barrio. Ah, y los canolis del tamaño de un pito de caña. Se me hace la boca agua bendita.
Y extrañaré, por supuesto, cada una de las paredes de mi refugio. Los crujidos de los muebles, las caries en los dientes de las llaves, y el chasqueo de la cerradura, el llantar de la Nespresso, los silbidos de los pájaros, los cigarros mañaneros en la terracita, los perros ladrando, los dueños charlando, los árboles susurrando. Quedan en estos rincones noches de insomnio, de fiesta, de sueños placenteros. El eco del teclado mezclándose con la brisa. Vueltas de discotecas, glovos guarros, partidas de cartas. Better Call Saul y The Office. Comidas de techo, buenas noticias, cuando acabamos en la lona, cuando fuimos invencibles. Tardes de play, copas de vino, cabezaítas en esos sofás que mañana aguantarán otros cuerpos desconocidos que harán suyos estos metros que han sido míos, que pasearán por estos espejos por los que me miro por última vez.
Toca hacer cajas, inventario de mis pertenencias, memorizar otro código postal, hacerse a otro espacio, marchar con la música y el JBL a otra parte. Reviso para no dejarme nada, aunque ya he dejado cosas que no puedo llevarme más que en la cabeza. La única propiedad privada de la que no nos podemos mover. Fue bonita esta canción, empecemos a componer la siguiente.
