El valor de lo Público

¡Cuánta pobreza intelectual! Detesto esos personajillos que crecen a la sombra del poder cuyo único cometido es el insulto y la descalificación del adversario y cuyo intelecto no les da para defender sus ideas sin caer en lo soez, lo vulgar y lo chabacano.

Un tal Salvador Sostres arremetía, desde un liberalismo trasnochado y causante de la crisis, contra los funcionarios y a favor de la reducción de su salario tras calificar a este colectivo de gandules, insolidarios y no sé cuantos improperios más que sólo es capaz de escribir una pluma resultante de la envidia, la intolerancia, la ignorancia y la mediocridad.

El Estado moderno y democrático es el resultado de un proceso histórico que se inicia en la Revolución Americana y en la Revolución Francesa y que cumple, entre otros objetivos, la administración de los derechos y deberes de los ciudadanos y, sobre todo, la de los colectivos más desfavorecidos, estableciendo para ello una serie de mecanismos tendentes a la aplicación estricta de la ley con criterios de igualdad y objetividad.

Junto con ello el Estado es la institución donde reside el poder ejecutivo del sistema democrático por lo que cuanto menos Estado, menos capacidad de ejecutar nuestra democracia y menos garantías de nuestros derechos y deberes como ciudadanos. Precisamente para esto, para garantizar que el sistema democrático se aplique con absoluta garantía legal –la ley proviene del poder legislativo, donde reside la soberanía popular- y no de acuerdo a lo que dice el político de turno es por lo que existe el empleado público como trabajador “protegido”.

Es un trabajador protegido, no frente a la legislación laboral como se piensa comúnmente, sino frente a su jefe, que es la Administración (poder ejecutivo) con el único objetivo de garantizar y proteger la independencia del trabajador frente a la posible arbitrariedad del político de turno, convirtiéndose, por tanto, en un aliado del ciudadano (soberanía nacional) desde el momento en que éste le garantiza la aplicación de la ley en sus justos términos y no en los términos en los que tal o cual político del momento quiera. Este es el valor y la justificación del funcionario y el Estado.

Esta circunstancia es tan así que el propio código penal contempla una serie de delitos de aplicación exclusiva en el ámbito laboral a los trabajadores de la administración, tales como la prevaricación, el cohecho, el tráfico de influencias… para aquellos casos en los que el trabajador no cumpla con la ley, marco penal durísimo como garantía de la ley y de los derechos ciudadanos. ¿Nos imaginamos una Administración en la que el futuro laboral de los empleados públicos dependiera de la voluntad de los políticos de cada momento y de que este empleado accediera o no a lo que en cada momento determinara la clase política?

Por ello, aquel que como este Salvador Sostres ataca a los funcionarios y al Estado en los términos en los que lo ha hecho, no hace sino poner de manifiesto lo peligroso de una ideología liberal que aboga por el desprestigio y la raquitización del Estado, la falta de control y garantías de lo público, la pretendida privatización de servicios básicos… bajo el falso paradigma de la eficiencia privada y la tecnocracia política, como si de ella se desprendiera la objetividad y la racionalidad, todo ello orquestado por unos mercenarios medios de comunicación donde ciertos gardingos a sueldo se convierten en voceros de sus desconocidos dueños y de su injusta ideología.

Esa es la diferencia entre este tal Salvador Sostres y este humilde funcionario: con mi trabajo garantizo la enseñanza y la educación de mis alumnos por un sueldo discreto, mientras él es obligado a escribir para garantizar que no se hable de los miles de millones que sus ocultos dueños han guardado en paraísos fiscales. Es la diferencia entre quien garantiza los derechos de la democracia y quien pretende que los derechos se reduzcan.

Marcos Quijada

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