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A Dios rogando

El sufrimiento de los inocentes

15 junio 2025
  • In memoriam de Paco Aranda. Con amor para su familia
CAZALLA DE LA SIERRA-Embalse del Pintado.
Libro de Job
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Luis Rebolo

A DIOS ROGANDO

Teólogo, terapeuta y Director General de Grupo Guadalsalus, Medical Saniger y Life Ayuda y Formación.

De este mundo no se va nadie sin enterarse. No hablo del sufrimiento que se inflige desde el egoísmo, la violencia, la guerra o la injusticia. Hablo de ése que llega tarde o temprano, cuando la vida golpea. Ese dolor huérfano de responsables directos. Entonces miramos hacia arriba, buscando respuestas, preguntándonos dónde está Dios cuando duele. Pero la respuesta no llega.

Los antiguos intentaron explicar el dolor con una lógica simple: Dios premia a los buenos y castiga a los malos. Así está reflejado en los estratos más arcaicos del Antiguo Testamento. Esa lógica consagra la idea de que, si te va mal, es por tu culpa. Y, por muy sorprendente que parezca, ese razonamiento profundamente injusto sigue vivo. Hoy lo revestimos de otros ropajes: “se lo habrá buscado”, “el karma actúa”, “el Universo te devuelve lo que das”. Pero el fondo es el mismo: necesitamos creer que el dolor tiene una razón, porque creemos que, si logramos comprenderlo, podremos controlarlo. Sencillamente nos aterra aceptar que nos puede asolar de un modo inesperado y gratuito.

Pero la vida misma se encarga muy pronto de desmentir esa ingenuidad: en realidad, casi siempre los malvados son quienes prosperan, mientras que los inocentes sufren. Y entonces, ¿cómo se sostiene la fe cuando los justos caen?

El libro de Job se atreve a mirar de frente esa pregunta. Y lo hace en una especie de novela ejemplar de sabiduría feroz. “Vamos a imaginar —parece decirnos el autor— que existe un hombre intachable, justo, piadoso… y que, sin embargo, lo pierde todo”.

Job no entiende. Aquella vida que vivió bendecido con salud, hijos y abundancia de repente se desmorona: su cuerpo enferma, sus hijos mueren, su fortuna desaparece. Sentado sobre la ceniza, cubierto de llagas, maldice el día en que nació. Tres amigos lo visitan. Durante siete días y siete noches se limitan a estar ahí, en silencio. Pero luego comienzan a hablar. Elifaz, Bildad y Zofar no soportan el sufrimiento sin sentido. Necesitan una causa, un porqué. Uno dice que nadie es realmente inocente. El otro culpa a los hijos de Job por sus pecados. El tercero —el más cruel— afirma que Dios ha sido hasta benévolo con él. Todos, en esencia, repiten una vieja idea: si sufres, algo habrás hecho.

Job no acepta aquellas teorías religiosas. No por soberbia, sino por honradez. Él sabe que ha vivido con rectitud. Por eso grita, protesta y exige explicaciones. Sus amigos se escandalizan: “¡No cuestiones a Dios!”. Pero él no calla. Su dolor es verdadero, y no acepta respuestas huecas.

Entonces, cuando la discusión ha agotado todas las palabras, aparece Dios. Pero Dios no explica nada. Al contrario, solo habla para desautorizar a quienes han explicado el sufrimiento en su nombre. “¿Quién es ese que oscurece mi designio con palabras sin sentido?”, dice. Les manda callar. Y lo más hermoso, lo más inesperado, es que no reprende a Job. Al contrario, lo defiende. “Mi siervo Job ha hablado con verdad”. Es decir, quien gritó, quien se rebeló contra explicaciones falsas, es el que estuvo más cerca de Dios.

El libro de Job no resuelve el enigma del mal. Y lo hace con una intención muy clara: quien explica el dolor, lo justifica. El sufrimiento del inocente no se explica, solo se acompaña. En esta vida no podemos lograr comprenderlo todo. Por eso hay momentos en los que hablar está de más y, lo más humano, lo más sagrado, es estar. Callar con quien sufre. No como castigo, sino como gesto de respeto.

El sufrimiento no es razonable. No se justifica, no se racionaliza. Se abraza. Solo así deja de ser una herida abierta y se convierte en espacio compartido. Quizás un espacio de compasión y de crecimiento.

Tal vez por eso, cuando el dolor llega, Dios no lo explica. Solo pide silencio y esperanza en la resurrección del verdadero Justo, su Hijo Jesucristo. No porque el conocimiento no importe, sino porque siempre es el amor quien debe tener la última palabra.

Y en ese último susurro, cuando ya no queda nada que decir, el mundo se vuelve un poco más humano.

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Luis Rebolo 15 junio 2025

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