El señor Otis
A pesar de los problemas creados por el progreso técnico —sobre todo el calentamiento global—, su desarrollo está jalonado de hitos reseñables, en general inventos muy curiosos. Uno de ellos es el ascensor moderno. La creación de un medio de trasporte en vertical capaz de transportar de forma segura a los usuarios ayudó a la construcción de los rascacielos y a la concentración de la población en las grandes ciudades. El mundo cambió notablemente a partir de entonces. La altura media de las construcciones de Madrid o Barcelona resulta inapreciable si la comparamos con la de urbes como Shanghái, Pekín, Cantón, Nueva York, Tokio o Dubái, donde los edificios de más de ciento cincuenta metros de altura se cuentan por centenares. Y todo gracias al señor Otis.
Trasladémonos con la imaginación al Nueva York de comienzos 1853. Estamos en el centro de Manhattan, en un parque llamado Reservoir Park. Aquí se ha levantado el Crystal Palace, donde se celebra la segunda Exposición Universal; la primera se había celebrado en la ciudad del Támesis dos años antes. El edificio, inspirado en el construido en Londres para su exposición, es de hierro fundido y cristal; en su caso posee planta de cruz griega coronada por una cúpula. La construcción es de proporciones magníficas. Los brazos de la cruz recuerdan las cubiertas de los andenes de las estaciones ferroviarias decimonónicas que aún pueden contemplarse en muchas ciudades europeas. Su interior, ocupado por el gentío que asiste a la exposición, está bañado por la luz que se filtra generosa por los cristales. Bajo la cúpula, en un lugar bien visible, un hombre saluda desde una plataforma suspendida a decenas de metros del suelo y sostenida por una gruesa maroma. La plataforma va unida a unos railes perpendiculares al suelo y se encuentra cerca de un sistema de ruedas dentadas. El hombre comparte la plataforma con pesados barriles y cajas de madera. Es alto, de pelo moreno y largas barbas aún oscuras a sus cuarenta años. Para la ocasión viste su mejor levita y sonríe al público, que lo contempla expectante. Es Elisha Graves Otis. Aficionado con pasión a la mecánica desde que tiene memoria, ha inventado un sistema para detener los ascensores en caso de rotura del cable, el principal impedimento de la extensión de su uso. Su invención, sin embargo, no ha recibido aún el reconocimiento del público, que sigue desconfiando de esos artilugios y subiendo por las escaleras de los bajos edificios. Otis construye ascensores, pero vende muy pocos. El público allí congregado no conoce su invento, la mayoría ni siquiera sabe quién es ni qué hace subido a la plataforma.
Un operario que se había mantenido oculto aparece en las alturas y, cuchillo en mano, se dispone a cortar la maroma que sostiene la plataforma. El cuchillo, de grandes dimensiones, está bien afilado. El hombre es fuerte. A una orden de Otis, comienza a cortar. La maroma se deshilacha, adelgaza poco a poco su grosor, mientras el público, espantado, retrocede para huir de la tragedia inminente. La tensión de la maroma, completamente seccionada, desaparece, muchas caras se vuelven, pero la plataforma cae apenas unos centímetros y se detiene de manera firme. El señor Otis exclama, satisfecho, «Sano y salvo, caballeros», mientras, sombrero en mano, saluda al público entusiasmado.
A partir de ese día los encargos empezaron a llegar y su empresa a crecer, aunque el señor Otis murió pocos años después y no fue testigo de la gran transformación de las ciudades propiciada por su invento. Gracias a él, y a otros hechos igual de determinantes —como la concentración de la oferta laboral—, las grandes urbes no han parado de crecer desde entonces en detrimento de aldeas, pueblos y ciudades medias. Si no conseguimos invertir la tendencia, la sostenibilidad de esas «megaciudades» se convertirá en un gran problema.
En la imagen, un anuncio de la empresa cuando el invento funcionaba ya en miles de edificios (brandstocker.com).
Víctor Espuny.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.