El placer de ser uno más y de aceptar al otro
Uno de los mayores goces que existen es algo que todo aldeano experimenta cuando se muda a una ciudad: el anonimato. Atrás, en el pueblo, quedan las murmuraciones y la vigilancia más o menos patente ejercida por tanta gente que no tiene vida propia y posee un afán inmoderado de meterse en las vidas ajenas. Todas esas personas, en realidad, son amantes de las narraciones y, a falta de la lectura de novelas o poemas épicos —este tipo de vecino lee poco o nada—, se dedican a estar pendientes de la vida de los demás para construir historias. Así, puede llegar a tus oídos que tal día, de madrugada, estabas con el coche aparcado en tal sitio, en compañía de zutanita y haciendo ciertas cosas, o de zutanito y ejecutando tales otras. Y te das cuenta de que te atribuyen una vida que no es la tuya, diferente, que te has convertido en un personaje de ficción. Son individuos, los cotillas, con mucha imaginación.
Caminar por las anchas aceras de las calles principales de una ciudad supone avanzar rodeado de completos desconocidos, anónimos como tú. Las modas uniforman a las personas en la vestimenta, da igual de donde vengan, más o menos vestirán igual —salvo en el caso de fieles de religiones integristas—, pero el color de la piel será muy distinto, así como la estatura, y, a menudo, el color y la forma del pelo. Avanzas por la acera mientras escuchas retazos de conversaciones en idiomas distintos al tuyo, algunos conocidos, digamos, occidentales, pero muchos otros completamente nuevos e inidentificables. ¿De dónde vendrá esa familia que se comunica en ese raro idioma? ¿Cómo será el lugar donde habita? ¿Por qué lo han abandonado? ¿Qué grado de libertad disfrutaban en su país? Muchos criticamos el nuestro, parece que nos empeñemos en estar desunidos y en censurar lo que vemos, pero puedo asegurarles que es uno de los países donde existe mayor libertad en todos los sentidos. Debemos estar orgullosos de él, y unirnos. La célebre frase atribuida a Bismarck —«la nación más fuerte del mundo es sin duda España: siempre ha intentado autodestruirse y nunca lo ha conseguido»— debe hacernos pensar que necesitamos mayor autoestima. En Estados Unidos, país modelo para muchos, hay estados —la mayoría— donde resulta lícito llevar armas de fuego por la calle; donde la pena de muerte existe; donde cualquier práctica sexual fuera del coito vaginal ha sido actividad delictiva hasta hace poco más de una década; y donde la segregación racial sigue existiendo a pesar de las leyes, donde el supremacismo es lo habitual, una norma no escrita. No quiero vivir en un país así, prefiero mucho más el nuestro, una tierra de acogida. Es nuestro futuro. Los xenófobos lo tienen difícil porque en España hemos dejado de tener hijos y necesitamos mano de obra para que el país funcione. Pueden seguir sintiendo rechazo hacia esas personas de culturas tan diferentes a la nuestra, pero tienen que aceptarlas porque, si no, el país no funciona. No hay más narices. Por eso me gustan las ciudades y, en general, las poblaciones de economía pujante, porque puedes contemplar una saludable mezcla racial. Cada vez que veo una pareja mixta, esto es, formada por personas de diferentes razas, siento que nuestra sociedad va bien encaminada, que igual que el fin del clasismo se encuentra en las uniones de personas de castas distintas —omnia vincit amor—, el fin del racismo se halla en las uniones mixtas, que pueden engendrar mestizos. La sociedad del futuro será mestiza o belicosa, incapaz de la concordia y el entendimiento. La pureza racial, idea que nos retrotrae a etapas históricas tristemente célebres, solo sirve para separar a las personas y engendrar odios. Y es que todo es cuestión de educación. Si no maleas a tu hijo con ideas racistas, el niño actúa con ese niño de otra etnia con absoluta normalidad, mirándolo como a un niño más, lo que es, y todos se ponen a jugar y a disfrutar de la convivencia. Que al final, ya se sabe, todos tenemos la sangre roja y las lágrimas saladas, y necesitamos a los otros, no somos nada sin ellos.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.