El peso de las vísceras

¿Cuánto dirías que pesa el corazón humano? ¿Un kilo? ¿Kilo y medio? ¿Algo menos que el de una vaca? ¿Variará de peso? En tal caso, ¿cuáles serían las razones de esa fluctuación? ¿Dependerá de la cantidad de plasma, del tamaño del tórax, de lo vivido? Posiblemente no cambie su apariencia ni disposición; al fin y al cabo desempeña una función de irrigación que se vería afectada por el cambio de sus componentes, pero ¿y el peso? Por ejemplo hoy, domingo de tristeza insondable, ¿pesará más o menos que ayer? Si no fuera irreversible, me sacaría el corazón para colocarlo en una balanza. Con las manos ensangrentadas iría colocando pesos hasta equilibrarla y concluir: 1,75 kilogramos. Lo anotaría en una libreta y luego volvería a introducir el corazón en el pecho. Ajustaría las venas y arterias con una llave inglesa y esperaría 24 horas para realizar una segunda medición.
Podría darse el caso de que, al colocarlo en el plato, el corazón aún palpite. Esto afectaría al peso indudablemente y exigiría establecer una horquilla; quizás de 25 gramos arriba o abajo. Así pues, lo ideal sería vaciar el órgano antes de medirlo. Lo volcaría entonces sobre una fuente y luego lo estrujaría suavemente para sacarle hasta la última gota. Una vez pesado, tomaría un embudo y, con el cariño que exige ser cirujano de uno mismo, volvería a rellenar el corazón con la sangre que vertiera en la sopera. Desde luego debería hacerse por la cava y no por la aorta, ya que no es la misma la sangre que circula por una que la que circula por otra.
Esto nos lleva a un segundo punto. ¿El sufrimiento se debe a la sangre venosa o, por el contrario, se debe a la sangre arterial? O lo que es lo mismo, ¿el corazón es su origen o, al revés, sería su destino? No es una duda baladí. En el primer caso, el corazón sería el órgano generador del sentimiento, de la misma forma que los pulmones producen la respiración; en el segundo, haría las veces de depuradora, a guisa de riñón sentimental. Admitiendo la hipótesis de que el sufrimiento es una indebida concentración de plomo en la sangre, ¿sería el corazón el responsable de este exceso o, por el contrario, el destinado a su eliminación? La mentalidad precientífica postulaba que era el corazón, a través de la propulsión aórtica, el que sobrecargaba de plomo la sangre y, por tanto, producía el sufrimiento; de ahí expresiones tales como “me duele el corazón” o “me partes el corazón”. A día de hoy, sin embargo, la opinión es bien distinta.
Cada vez se afianza más la certeza de que el sufrimiento se genera en una parte concreta del cuerpo; luego, a través de la sangre venosa, viaja hasta el corazón. Allí, a golpe de palpitación, el corazón iría eliminando el sufrimiento con harto esfuerzo. Si resultan desperdicios de este proceso y, en tal caso, por dónde se expulsarían, es cosa que aún se debate. Afirman unos que comparten vía con los desperdicios del aparato digestivo; otros, sin embargo, defienden que es el conducto lagrimal el encargado del proceso. La tercera de las hipótesis apunta a un tipo de resoplido melancólico que se conoce por el nombre de “suspiro”. Es esta última la vía más interesante al tiempo que problemática. La más interesante porque son los resultados empíricos los que la respaldan; la más problemática, a tenor de sus posibles daños colaterales. Si en una población cualquiera, pongamos, se dieran varios sufrimientos al unísono con sus subsiguientes suspiros evacuadores, el aire se sobrecargaría de chatarra gaseosa-sentimental; lo que, a falta de comprobación, la intuición nos dice que puede llegar a ser perjudicial para el hombre. Sería, así visto, una cuestión atmosférica: suspirar daña su salud y la de los que están a su alrededor; o, evacúe sus sufrimientos en lugares abiertos preferiblemente.
Al margen de la eliminación de residuos, que es, al fin y al cabo, cuestión no resuelta, cabe continuar por la senda de la sangre venosa. Hemos visto que son otras partes del cuerpo, y no el corazón, las generadoras de sufrimiento, ante lo que cabría preguntarse: ¿es siempre la misma parte? Y, en caso negativo, ¿qué determinaría el concurso de una parte u otra? La respuesta es obvia: el tipo de causa externa. Por ejemplo: “mal de amores” es una expresión bajo la que se agrupan una multitud heterogénea de sufrimientos, así que concretemos. Pongamos el caso de una caricia que no se da, y especifiquemos que esa caricia ausente debería haber sido recibida en el brazo, por debajo del codo. Esa carencia se traducirá en una sensación negativa que, a su vez, producirá un aumento de plomo en la zona señalada. En cuestión de segundos, el exceso de plomo alcanzará la sangre y, de ahí, a través de la red venosa, el corazón.
 
Aunque rústica, hay una solución que se demuestra eficaz. Consiste en realizar un corte con prontitud en el circuito de la sangre y succionar. En el caso del codo es bastante factible, pero no todas las áreas se prestan por igual: es el caso de la oreja, afectada por lo que se oye; o la parte posterior del cráneo, afectada por el engaño. Ni una ni otra deben ser rajadas a la buena de Dios, más aún, no deben ser rajadas bajo ningún concepto. Otros remedios hay, desde luego. Véase el amplio abanico de antídotos o, el cada vez más sofisticado, procedimiento de amputación  Cabe trastocar la cita evangélica y aconsejar: si tu brazo te hace “sufrir”, córtatelo, que es más fácil ser feliz con cinco dedos que con el doble.
 
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