El perro y el cojín
El perro de mis abuelos ha encontrado un nuevo divertimento. Desde hace dos semanas se dedica a pasear por la casa un cojín. Lo porta en la boca, lo muerde, lo chupa, lo custodia, se lo intenta follar, lo esconde. Creo que se ha enamorado de ese trozo de tela relleno de algodón. Cuando va a comer lo deja al lado, cuando se echa a descansar, igual. El cojín nunca protesta, al cojín nunca le duele la cabeza, el cojín no tiene manías.
El otro día observaba a la extraña pareja desde el sofá y pensaba en cuántas ocasiones hemos decidido ser cojín y cuántas veces hemos sido perros. Para ser cojín hay dos opciones; o quieres y admiras mucho a la persona que hace de perro y le permites tácitamente que te humille durante un tiempo porque te compensa la degradación, o eres un borrego que antes de tomar la iniciativa o formular sus propias opiniones prefiere que se las teledirija otra persona. La más normal es la segunda. Ninguna de las dos alternativas es buena, ya que, aunque busquen las dos el favor y el cariño del perro nunca lo conseguirán. Los animales, al igual que los seres humanos, tienden a maltratar aquello que no le ofrece respuesta.
En Twitter, por ejemplo, se ve claro. Somos cojines, cada uno relleno de algodones o plumas de un color determinado, que soltamos las respuestas precocinadas que nos sugiere nuestro perro favorito. Pocos se dan cuenta de que son piezas imprescindibles para la subsistencia de los canes, de que estamos dominados por una estrategia de confrontación urdida por los propios perros para que seamos osados con el cojín del enemigo y sumisos con las premisas de ellos.
Ahora bien, hasta en el mundo de los perros existe uno que dirige y guía a los demás, que los manipula y los doblega utilizando las mismas técnicas, aunque auspiciado por el plus que da el poder. Saber utilizar el poder es el primer requisito para mantenerlo, y el Husky Iván Ivánovich lo ha demostrado con creces. Él, no se conforma con llevar en la boca un cojín, él transporta con aires paternalistas entre sus dientes la figura de un presidente y el colchón de una sociedad a la que no tiene reparos en darle la vuelta una y otra vez.
Ocurre que el Husky Ivánovich, además de ser perro, es lobo, y esto le permite jugar con los otros perros y con los que siguen a los perros. Él es el promotor de nuestra actualidad, el hombre que mejor maneja las cortinas de humo, un manipulador que alimenta la sociedad líquida. La estrategia es la siguiente; Iván lanza un hueso en forma de debate, cuánto más absurdo y provocativo mejor, mientras, los demás perros se apresuran a apropiarse del hueso. Es ahí, cuando los perros nos ponen a trabajar, nos dicen si estamos a favor o en contra del debate que se haya planteado y nos lanzan a una refriega en la que defenderemos a capa y espada lo que marque nuestra tribu, sin darnos ni un poco de margen para pensar por nosotros mismos. Después de la fase de indignación y defensa, llega la clave ingeniosa y humorística, que ayuda a que nos riamos un rato y podamos banalizar el hecho.
Esto dura uno o dos días, el tiempo suficiente para que nuestro Husky tenga preparada otra pelota para lanzarla, y así sucesivamente. Mientras la gente anda distraída con los juguetes que lanza Iván, no se habla de lo que de verdad se debería hablar. Desgraciadamente, la culpa es nuestra, porque hasta que no nos demos cuenta de que solo servimos para que se nos sienten encima, hasta que no nos decidamos a hacer la revolución de los cojines, seguiremos estando en la boca del lobo.
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