El perro del enterrador

 

La historia me ha llegado a través de supervivientes del perro y del enterrador, sin que hasta ahora haya conseguido poner en pié el momento exacto en que ocurrió, lo cual la dota de un sobreañadido de misterio

–incluso miedo- que recuerda a esas tristísimas películas de televisión de los domingos por la tarde, solo que ésta lleva añadido el sabor dulce de un valor actualmente en bastante desuso: la fidelidad.

Los hechos parece ser que ocurrieron en un pueblecito de La Mancha, llamado Retuerta del Bullaque.

Por lo visto, en aquella población había un perro negruzco y desgarbado, de raza imprecisa por los muchos cruces que tenía -garabito legítimo- al que todos llamaban “el perro del enterrador”, en parte porque era propiedad de este funcionario municipal, en parte por los raros hábitos que el animal tenía, y que hacían que fuera mirado con cierto reparo donde quiera que se le viese aparecer.

Aparentemente no tenía nada de particular; nada que le distinguiera de otro perro del pueblo. No era especialmente grande ni chico. No era un perro agresivo, sino todo lo contrario. Vagaba por las calles como cualquier otro perro, en un tiempo en que el vagar era lo propio de un perro, y no constituían motivo ni de sospecha ni de molestia para nadie, ni había ONGs dedicadas a recogerlos. Dormía y era alimentado en la casa de su dueño como cualquier perro. El animal acompañaba a su dueño a todos los “servicios” (así gusta llamar a su trabajo el abnegado personal funerario), siguiendo a los cortejos fúnebres hasta el cementerio, a modo de “ayudante”, haciendo gala de una fidelidad que ya quisieran tener los hombres entre si. Hasta aquí normal.

Lo que le hacía distinto a los otros perros, era su rara condición de “perro-aviso”, de “perro-profeta”, de “perro del tiempo acabado”.

Los vecinos del lugar tenían constatado desde hacía bastante tiempo, que en su deambular diario por la población y demás pedanías adyacentes, había momentos en que el animal se instalaba frente a una casa determinada y allí se quedaba, con tan rara puntería, que al día siguiente algún habitante de dicha vivienda pasaba a ser cliente del dueño del perro. Y por lo visto no fallaba.

Ni que decir tiene, que los paisanos al tropezarse con el perro, lo miraban como las vacas al tren, aunque aquella particular conducta canina, no era algo que gravitara de forma continua en la mente del personal, ni mucho menos crispara la vida diaria de nadie, la cual discurría sin sobresaltos y con la ausencia de velocidad propia -y adecuada-, de un pueblo de la España rural de mediados del siglo pasado. Los pueblos viejos aceptan la muerte y sus símbolos como lo que son: parte de la vida, y ya está.

Pero resultó que una noche el perro no pernoctó en casa del enterrador. Esta vez se echó en frente de la misma. El hecho de ser el dueño del animal profético, no le libraba de sus avisos. Y éste era el único y el último. Al día siguiente le tocó el turno al dueño del perro.

El que a tantos había transportado, sería trasladado por otros. Por supuesto, acompañado de su fiel “avisador” el cual según cuentan, se quedó echado sobre la tumba de su amo, de la que no se levantó nunca.

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