El karaoke de la calle Ferraz
Les prometí que algunos de mi artículos sabrían a resacas de los jueves. Y, bien, como no me gusta decepcionar, aquí estoy. Escribiendo desde un karaoke de Diego de León —me hubiese encantado que fuera en Tirso De Molina para hacer alusión a la Argentina por el tema de seguir la dirección de la sabinera canción Dieguitos y Mafaldas— recién entrado el jueves noche, o madrugada, o lo que le digan ahora aquellos que trasnochan entre semana. Lo hago con un gintonic rápido tras 15 horas de trabajo. Suena sabor de amor, las chicas cantan y yo apuro lo que dudo que sea un Beafeter con una tónica que seguro que no es Schweppes.
De los karaokes madrileños, esos de escaleras hacia abajo con tonos de decrépita melancolía animosa, siempre me ha fascinado la figura de la gente que canta bien y su destino favorito para acabar la copa de la tarde es pegado al micrófono de un sótano de luces confusas. Madrid está llena de esos tipos. De tipos que ligan en los karaokes en los que yo nunca me atrevo a cantar hasta la tercera copa —y voy por la primera—. Tipos que ligan más que yo, o ligaban. Tipos que ven en el micrófono su forma de destacar, no como lo veo yo, sino que se atreven a cantar y no a hablar con un acento moderado. Tipos que no vienen del Senado. Tipos que no han escuchado el discurso de Ribera dos veces porque se han pateado Cámara Alta y Baja como si aquello fueran cosas distintas.
Tipos que no van a mítines políticos por invitación expresa del presidente ni se reúnen con ministros en encuentros subrayados en rojo en una agenda sin huecos. De los que no asisten a karaokes de decrépita melancolía animosa en Diego de León o en Tirso De Molina porque en realidad lo hacen a los bajos de la calle Ferraz. De los que no acaban pidiéndose la penúltima cantando Nino Bravo agarrados entre Ábalos, Koldo, Santos Cerdán y compañías socialistas a los que, al parecer, les iban dejando los sobres en el bolsillo interior de la chaqueta. De los que no son Aldama. De los que no amenazan a ningún presidente y le tranquilizan porque “va a tener pruebas” encima de la mesa de todas las acusaciones inmorales que se han vertido en la Audiencia Nacional. De los que no son antihéroes conocidos por reyes de la golfería nacional que ahora se ganan la admiración de unos cuantos por denunciar la supuesta corrupción que anidaría en la médula ósea del Gobierno en una declaración con poca credibilidad pero algo de sentido.
También les dije que escribía de cuando en cuando. Cuando me acordaba de que era jueves y no había mandado el artículo de los viernes. Cuando me llegaba la inspiración divina de los malos escritos reconvertidos en pasables artículos. Ese momento me ha cogido ahora esperando al metro en la popular calle de Génova volviendo de un evento de obligado networking. Ha venido a mí y me he sentado al lado de un señor trajeado que estaba a mi lado mientras escribía inmiscuido en las notas de mi Iphone. Ha llegado el metro y he echado la vista arriba, hacia el hombre trajeado que hablaba por teléfono y —coño, no me vais a creer— era Juan Bravo, el vicesecretario económico del PP que salía, imagino, de la sede nacional de los populares a eso de las 22 horas con el mismo traje en el que lo he visto enfundado este jueves en el Congreso. Esa sesión plenaria en la que Sánchez ha salido por sorpresa, jactándose de aprobar una simple transposición europea y negando la mayor con el “personaje” de Aldama. Esa sesión a la que he asistido atónito por eso del sueño trasnochador de aquel que acabó cantando Un beso y una flor mientras ese tipo de eternas noches de karaoke me miraba pensando que él lo haría mejor. Y por supuesto que lo haría.
LARGO DE PENSAR
Montilla, Córdoba. Periodista de los de antes, columnista del ahora. Escribo como tomo un buen vino: saboreando los matices.