El jazmín y el limonero
He estado podando un jazmín que crece justo al lado de un limonero y lo abraza, como si quisiera cruzarse, hacerse una planta con él. A veces pienso que se van a hibridar y va a nacer un ser nuevo, mezcla de los dos. Cuando llega el momento de la poda, ambos forman un continuo inextricable, y solo sé dónde empieza uno y acaba el otro por el tacto y el tipo de hoja. Del jazmín huele la flor, pero del limón huele todo: cualquier parte del árbol, si la tronchas o solo la acaricias, huele. El limonero tiene espinas, y esto lo vuelve agreste, orgulloso, salvaje, con un carácter que el jazmín no posee, que parece más dulce y complaciente. Aún tengo en las manos olor a limón. Y ese olor me lleva a mi infancia, a la cocina cuando mi madre hacía bizcochos. (No sé qué otros platos se cocinan o se preparan con limón, habrá muchos, pero yo lo relaciono con los postres). Y es que parece que la estoy viendo ahora, a mi madre, joven, feliz, arremangada, batiendo huevos, amasando, metiendo en el horno en bandejas grises y metálicas una mezcla que crecía y desbordaba el recipiente llenando la cocina de ese olor dulce a merienda de la infancia, cuando el mundo se reducía a la madre, los hermanos y los compañeros del colegio, capaces de estar corriendo tras una pelota hasta que el sol se ponía. Y ese olor a limón me lleva a verlos de nuevo, a todos, hoy abuelos, algunos ya fallecidos, con las rodillas desolladas, sucios, felices, con un trozo de bizcocho en la mano, reponiendo fuerzas, sonriendo, quizá con algún diente de menos. ¡Aaah, la infancia! Paraíso perdido, donde todo era posible y los sueños se ceñían a meter el gol que diera la victoria a tu equipo; cuando tu mundo acababa en las afueras del pueblo y el estar ahí era para ti suficiente para sentirte bien, lo justo para poder seguir soñando; cuando uno crecía rodeado de vacas que dejaban el suelo moteado de enormes boñigas oscuras, de cabras que caminaban apandilladas hacia las canteras y se cruzaban con las sombras de los espíritus de los romanos, habitantes de las cuevas; rodeado de hombres de semblante serio y pocas palabras que arreaban recuas de bestias cargadas de lo que fuera necesario, de caballistas que arrancaban el aplauso del respetable en aquellas lejanas ferias de mayo, cuando todo era sencillo, simple, más pobre en referencias pero más lleno de autenticidad. ¡Limón, que recuerdos me traes! Salíamos del cine San Pedro en bandadas, convertidos ora en espadachines, ora en bruceslee de barrio, ora en pistoleros, buscando enemigos que no existían mientras nuestros padres hablaban de cosas incomprensibles, asuntos de los que no queríamos saber para no convertirnos en personas tan serias como ellos.
El jazmín se abraza al limón, es ya su amigo, no sabe vivir sin él, y aunque cada año lo podo para intentar separarlos, parece que el amor que se tienen los lleva a juntarse siempre de nuevo, como nuestra infancia resulta inseparable de nuestra vida adulta, que no podemos entender la una sin la otra. ¡Qué lejos queda ya todo aquello, qué pena haberse hecho mayor! Por más que uno haga lo posible por mantener vivas aquellas sensaciones de niño, parece que una barrera de sombras se eleve entre las dos edades e intente separarlas, ocultar aquella pasada, cuando todo estaba aún por escribir y muchas de las cosas que veías no tenían nombre; cuando no había juicios y todo se convertía en algo que conocer; cuando la realidad no necesitaba explicaciones. Que sigan creciendo juntos el jazmín y el limonero en su particular paraíso, entrelazados, para siempre.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.