El hijo predilecto
La ceremonia de inauguración del monumento a Rodríguez Marín tuvo lugar el 4 de octubre de 1943. Formó parte de un homenaje que llevaba tiempo organizándose y que, a pesar de la muerte de don Francisco, ocurrida en el mes de junio anterior, se llevó a cabo tal y como se había planeado. Incluso pudieron oírse las palabras que el estudioso ursaonense había mandado para que fueran leídas durante la “Fiesta literaria”, que se celebró en el salón de actos de la antigua Universidad; de todas formas, aunque hubiera podido acudir, algo muy improbable porque murió con ochenta y siete años y llevaba tiempo muy débil, no las hubiera podido leer: hacía cuarenta años que no hablaba en público, desde que había sido operado de la garganta a principios de siglo y sólo le había quedado un hilillo de voz, apenas audible. El acto en sí de inauguración del monumento fue sencillo. La banda dirigida por Antonio Cuevas Lira, que en aquellos momentos hacía las veces de Banda Municipal —esta no se constituiría oficialmente hasta noviembre de 1947—, interpretó el Himno Nacional y otros himnos propios del momento y, acabada la música, el alcalde, en aquellos días Antonio Gutiérrez Praderes, procedió a descubrir el busto. Su emplazamiento original, como recordarán los ursaonenses de más edad, fue el centro de la Plaza de España, y allí se celebró el acto. Desde ese lugar, y ya en junio de 1968, se trasladó al que ocupa actualmente, uno de los puntos donde estuvo emplazada la Fuente Nueva, en la Plaza de Santo Domingo.
El autor del busto fue Enrique Pérez Comendador (1900-1981), uno de los escultores más prestigiosos de la época en España. Aunque nació en la pequeña localidad cacereña de Hervás, población de sorprendente belleza, y allí vivió sus primeros años, en 1906 se trasladó con su familia a Sevilla, y fue en la ciudad hispalense donde dio sus primeros pasos como escultor. Gracias a la acertada política de becas existente en la primera mitad de los años treinta, y a la ayuda del duque del Infantado, uno de sus mecenas, Pérez Comendador pudo pasar en Roma cinco años, temporada larga y que, a juzgar por su obra, supo aprovechar. El busto de Rodríguez Marín, que adorna la Plaza de Santo Domingo, fue una de las primeras obras que llevó a cabo tras su vuelta de Italia y, según los entendidos, en ella se advierte el gran dominio de la técnica que poseía su autor. En la época en la que realizó esta obra, Pérez Comendador era Catedrático de la Escuela de Bellas Artes de Madrid. Tras la jubilación en ese puesto, ocupó el de director de la Academia Española de Bellas Artes de Roma, la misma institución de la que había recibido la beca y el mismo puesto que habían ocupado personalidades de la talla del genial escritor Ramón María del Valle Inclán o del también escultor Mariano Benlliure. Una réplica a menor escala del busto del polígrafo ursaonense, por cierto, obra también de Pérez Comendador, se encuentra en Madrid, en la Real Academia de la Historia.
En cuanto a don Francisco Rodríguez Marín, precisamente en 2005 se cumplieron los ciento cincuenta años de su nacimiento, que tuvo lugar el 27 de enero de 1855, y el cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote, obra que estudió de forma apasionada y a la que dedicó trabajos que hoy día, aunque algo superados, se siguen considerando de lectura obligada para cualquier interesado en conocer bien la obra cervantina. Los méritos de don Francisco son muchos, algunos de ellos poco conocidos por el gran público. Fue director de la Biblioteca Nacional entre 1912 y 1930, lo que supone, desde 1712 hasta la fecha, el segundo periodo de tiempo de dirección más largo de toda su historia. Fue miembro también de la Real Academia de la Lengua, donde ingresó oficialmente en 1907, dos años después de haber sido nombrado hijo predilecto de Osuna por la Corporación Municipal. En una fotografía realizada en 1907 y que se encuentra entre los fondos de la Biblioteca Nacional —imagen en la que Rodríguez Marín aparece de medio cuerpo, en pie, un poco girado a su derecha, vestido de oscuro, con el pulgar de la mano derecha introducido en el bolsillo del chaleco, barba recortada y grandes bigotes—, contemplamos a una persona con cara de satisfacción, la que corresponde al hijo del dueño de un modesto taller de sombrerería de un pueblo sevillano que, con sólo cincuenta y dos años, ha conseguido algo que quizá había soñado desde niño, cuando, gracias a la influencia, entre otras muchas, del Padre Morillo, aquel cura un poco loco que guardaba en tinajas documentos antiguos, se despertó en él una irrefrenable vocación por el noble estudio de la Historia y la Literatura. Esa vocación, esa llamada, junto con las campanas del Convento de la Concepción, allá en la lejana Osuna de la segunda mitad del XIX, lo despertaban cada mañana y lo invitaban a entregarse a la lectura con las primeras luces del día, ayudadas por uno de los mecheros del veloncito de aceite de su cuarto. Sería interesante, desde luego, comprobar la decisiva influencia que ha tenido la obra de don Francisco en el nacimiento de la vocación por el estudio de las Humanidades de muchos ursaonenses, entre ellos este que les escribe.
Durante los treinta y seis años en los que perteneció a la Real Academia, don Francisco tuvo de compañeros y, por lo tanto, de colegas, a figuras como los hermanos Álvarez Quintero, Ramón y Cajal, Gregorio Marañón, Ramiro de Maeztu, Pérez Galdós, Antonio y Manuel Machado, Azorín, Unamuno, Pío Baroja, Benavente, Ortega y Gasset y Menéndez Pidal, entre muchos otros, por lo cual debemos tener siempre presente que, cuando hablamos de Rodríguez Marín, lo estamos haciendo de uno de los intelectuales españoles más importantes de la primera mitad del siglo XX.
Fue nombrado presidente del Comité Ejecutivo del Tercer Centenario de la Muerte de Cervantes y, por tanto, fue responsable directo de la construcción del conocido Monumento a Miguel de Cervantes que se encuentra en la Plaza de España de Madrid, obra en la que también tuvo una actuación destacada el escultor marchenero Lorenzo Coullaut Valera. Sin embargo, quiero hacer especial mención de su vertiente de estudioso de los cantos populares, afición que le llevó intimar en su juventud con personajes como Antonio María García Blanco, Luis Montoto, Joaquín Guichot, Antonio Machado Núñez y Antonio Machado Álvarez, los dos últimos abuelo y padre respectivamente de los hermanos Machado, los poetas, Manuel y Antonio. Machado Álvarez, que firmaba con el seudónimo de Demófilo, fue el fundador de los estudios sobre folclore en España y amigo personal de don Francisco; ambos colaboraban en las mismas publicaciones sobre el estudio del folclore, en las cuales el flamenco no podía estar ausente.
Esa afición por el cante, la manifestación cultural menos elitista, llevó también a don Francisco a escribir, entre otras obras de esta temática, los Cantos populares españoles, cinco tomos publicados entre 1882 y 1883, y un libro titulado El alma de Andalucía, que vio la luz en Madrid en 1929, en el que pone a disposición de los lectores varios centenares de letras de coplas y cantes de tema amoroso, comentados y ordenados en apartados como “Ausencia”, “Desdenes” o “Reconciliación”; los escogió entre los más de veintidós mil que llevaba recopilados. No necesito añadir que, de las que he leído, es la obra de don Francisco que más me gusta.
Acompañado por el padre de los Machado, Rodríguez Marín acudía a menudo al café cantante que tenía en la calle Rosario de Sevilla aquel cantaor gigantesco criado en Morón y de padre romano llamado Silverio Franconetti, un hombre tan corpulento que, cuando falleció, según cuentas las crónicas, su féretro tuvo que ser descolgado por un balcón porque no cabía por las escaleras de su casa. En el café de la calle Rosario intimaban con Silverio, se divertían y recogían letras para sus obras. Así que no debemos pensar que Rodríguez Marín se pasó toda la vida entre libros y papeles o que era una persona elitista y con prejuicios sociales. De hecho, y como puede leerse en una excelente obra de investigación del tristemente fallecido Rodolfo Álvarez Santaló, centrada en la labor como periodista de Rodríguez Marín, en su juventud fue un gran defensor de los más necesitados, actitud que le llevó en su madurez a ser mucho más prudente, pues sus denuncias de los abusos de algunos poderosos sobre los humildes le llevaron incluso a temer por su vida.
Los últimos años de su existencia, en los que, en medio de una España dividida y muy violenta, mostró sus inclinaciones por el bando vencedor en la Guerra Civil, que le había librado de la persecución que sufría, han servido de motivo para que, por razones que nada tienen que ver con los extraordinarios méritos de su obra, se le haya arrinconado y apenas se le tenga en cuenta, cuando es uno de los cervantistas y de los folcloristas españoles más importantes de todos los tiempos. Y no lo digo sólo yo; lo dicen voces mucho más autorizadas que la mía, pues nadie hasta ahora ha realizado cuatro ediciones críticas del Quijote, ni siquiera hoy día con los medios informáticos, que tanto facilitan tareas como la suya. Resulta obvio que algunos de sus trabajos como cervantista no han resistido bien el paso del tiempo, pero díganme una ciencia, sólo una, que no pare de progresar.
Todos los que quieran saber más sobre Rodríguez Marín —estas líneas, como comprenderán, no pretenden ser exhaustivas—, pueden leer, entre otras, la obra de Joaquín Rayego Gutiérrez titulada Vida y personalidad de D. Francisco Rodríguez Marín, “Bachiller de Osuna, libro al que debo algunos de los datos que he mencionado. Don Francisco, y con esto acabo, jamás puso la pluma al servicio de unas ideas que no fueran las suyas: ni en su juventud, cuando siendo fuerte defendió al débil, ni en su vejez, cuando siendo débil buscó la protección del fuerte. Sus textos y acciones estuvieron siempre guiados por ideas de humanidad, bondad y justicia, y debe ser un orgullo para todos los amantes de las letras y para todos los ursaonenses en general.
Ya es hora, pues, de que sea restaurada la lápida que acompaña su busto, y que su contenido —OSUNA / A SU HIJO / PREDILECTO / FRANCISCO / RODRÍGUEZ MARÍN / IV-X- / MCMXLIII—, vuelva a ser legible. A día de hoy, y por la pérdida de la mayoría de sus caracteres, el paseante curioso que se acerca a la lápida sólo puede intentar leer unas líneas incomprensibles. Entiendo que desde 1943 ha llovido, y mucho —han pasado setenta años—, pero también que la memoria de Rodríguez Marín, a quien tantos ursaonenses deben el amor por las letras, se merece, por nuestra parte, algo más de atención, de cuidado y de cariño. Es nuestro hijo predilecto.
CUADERNO DEL SUR
(Madrid, 1961). Novelista y narrador en general, ha visto publicados también ensayos históricos y artículos periodísticos y de investigación. Poco amante de academias y universidades, se licenció en Filología Hispánica y se dedica a escribir. Cree con firmeza en los beneficios del conocimiento libre de imposiciones y en el poder de la lectura.