El Fantasma


A mi hermano Francisco, que nos ha dejado recientemente.
Tantos y tan diferentes son los factores que provocan el miedo que resulta imposible enumerarlos. Por eso el miedo es tan intransferible como las huellas dactilares o el color de los ojos.
Desde su cama, mi hermano disfrutaba asustándome cuando el viento movía las ramas de un árbol, o cuando los cambios de temperatura hacían crujir las maderas de un viejo mueble; o cuando por el balcón se colaba la voz destemplada de un noctámbulo borracho: «¿Los oyes? Los espíritus de los muertos salen de sus tumbas para convertir en sapos a los incautos que osen mirarlos a los ojos, rojos como ascuas encendidas».
Un placer morboso lo empujaba a inventar historias de aparecidos, de fantasmas, de difuntos que regresan a la vida. Mi ánimo, bastante apocado, se veía asaltado por un miedo irreprimible a lo desconocido, sin necesidad de que fuese sobrenatural o misterioso.
―¿Recuerdas al hombre que se ahorcó en la calle Aguilar el año pasado? ―decía si se oía algún ruido en el tejado―. Los espíritus de los suicidas corren de noche por los tejados para reunirse en la cueva del Caracol. Allí deciden quién será el próximo vivo que se quitará la vida. Solo quien evita oír sus pasos quedará libre de su embrujo.
Y yo, en la semioscuridad del dormitorio, creía ver el espectro de los ahorcados, de los atropellados por el tren, de aquel hombre de la calle Mancilla, Parejón, que había perdido la razón y se disparó en el pecho dejándose un agujero ―eso decían― que permitía observar a su través. Y me envolvía la cabeza con la almohada y gritaba, presa del pánico, hasta alarmar a mis padres, que subían a ver qué pasaba. Mi madre reprendía a mi hermano por asustarme; pero mi padre, sin embargo, me amonestaba a mí:
—¡A ver si espabilas, que ya tienes edad para no ser tan cagueta!
Un día, el pueblo amaneció sobresaltado. Las mujeres en el mercado, los hombres en los bares, las beatas en las sacristías, todo mundo hablaba del fantasma de La Rehoya. Era ―se decía― un ánima en pena, un espectro o aparecido. Lo describían como una enteca figura de elevada estatura, envuelta en un lienzo o sábana blanca y portadora de un chuzo de hierro en la mano derecha y un farol en la izquierda.
Lo llamaron fantasma de La Rehoya por el lugar en que hizo su primera aparición y porque ―alguien lo dio por seguro― tenía su escondrijo en el higueral que rodeaba la Colegiata. Alimentaba la incredulidad de algunos que fueran varias las personas que afirmaban haberse topado con él en calles muy distantes y a la misma hora, sobre la medianoche. ¿Hasta qué punto era aquello algo sobrenatural?
Unos sostenían que se trataba de una patraña inventada por alguien que quería asustar y reírse de los timoratos. Alguno fue más allá y afirmó, para enfado del señalado, que lo negaba con toda clase de juramentos, que el fantasma era Juan, el del bar La Reforma, disfrazado. Pero eran más los que no tenían dudas de que estaban ante un espanto.
Mi hermano y dos amigos suyos, Mariano Zamora y Gonzalo Cruz, los tres muy racionalistas ―y, en consecuencia, descreídos― se confabularon para descubrir qué se ocultaba tras el misterio que inquietaba a todo el pueblo. El plan que hubiesen urdido lo mantuvieron oculto. Pero un día, antes de dormirnos, mi hermano me dijo:
―Mañana iremos a desenmascarar al fantasma. Que no se te vaya a ocurrir contárselo a nadie. Es un secreto.
Titubeando, le prometí guardar silencio.
Llegada la noche siguiente, mi hermano salió sigilosamente para que mis padres no lo vieran. Me asomé a la ventana. La calle estaba solitaria y en el cielo lucía, entre nubes, una luna con cerco. Todo mi cuerpo se estremeció. No pude conciliar el sueño. Mi miedo era superior a cuando mi hermano me contaba sus historias de terror. Asustado por lo que pudiese pasar y admirado de su osadía, aguardé despierto su regreso.
¿Qué ocurrió aquella noche? Salvo que entrarían en el higueral saltando el murete que lo separaba de la Colegiata nada sé. Cuando mi hermano regresó, en la penumbra percibí temblor en su cuerpo e inseguridad en sus movimientos. Pensé que era a causa del frío, pues era diciembre. No obtuve respuesta a ninguna de mis preguntas; solo emitió unos leves gemidos antes de meterse en la cama y cubrirse la cabeza con la manta. A la mañana siguiente, su cara demostraba que no había dormido. Mi madre lo notó raro:
―¿No ves el niño este? Ni que estuviera aliñao…
Lo más sorprendente es que, desde aquel día, mi hermano no volvió a contarme ninguna historia que me despertara pavor. Ignoro qué pasaría o que verían aquella noche en el higueral, pero su carácter, y el de sus amigos, cambió. Los tres se tornaron durante un tiempo taciturnos y huidizos. Yo sigo creyendo que, aquella noche, mi hermano y sus amigos tuvieron conocimiento real de lo que era el miedo.
Largo tiempo se continuó hablando en el pueblo del fantasma de La Rehoya. Aunque, desde que la plaga de la cochinilla del carmín arrasó el higueral, nadie declaró habérselo encontrado.

CUENTOS TRISTES DE MI PUEBLO
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.