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El cuento de la buena pipa

El cuento de la buena pipa

Me ha venido un regusto familiar a la boca. El alimento diminuto pero sagrado ha proyectado en mi cabeza imágenes asociadas a su sabor. La lengua seca, los labios embriagados de recuerdos que no sabía que guardaba, el corazón tostado. Semilla para los dioses pobres, marisco de parque, placer accesible. Antídoto del inquieto. Al interior a veces se llega a dentelladas, hay secretos que se revelan con los dientes. Los manjares populares unen, la felicidad puede que no sea más que una conversación compartiendo comida. La complicidad se construye ensuciando el suelo juntos. Perdiendo el tiempo, aplastándolo con las dos paletas.

En lo pequeño suele estar lo cotidiano, y en lo cotidiano está la historia de nuestro mundo personal. Hay una cosa capital en la vida de una persona, todos hemos de buscar un vicio asequible, un mecanismo tangible que pinte de blanco nuestro cerebro, que detenga el ritmo frenético que nos imponen los días. Otra manera de ser rico es tener aficiones económicas. No es más rico el que menos necesita, si no el que consigue necesitar cosas que están a su alcance. No es llegar a ser rico, es aprender a ser rico.

Yo comprendí la lección de chico, un día en los aledaños del Villamarín cuando con un euro en la mano me acerqué a un tenderete en el que un hombre moreno, gordo y desdentado gritaba como un poseso. Allí cambié la moneda que llevaba por tres paquetes rojos de pipas. En ese momento sentí la sensación de que había dado con un auténtico chollo, me sentí orgulloso de haber encontrado el nicho de mercado de la felicidad. Con una sola moneda podía acceder a tres paquetes de aquel rico fruto que antes cataba de tarde en tarde cuando alguien mayor me lo pelaba y que, entonces ya, podía empezar a destripar yo solo. Una moneda e infinidad de posibilidades, una moneda y mucho tiempo cubierto. Empecé a ejercitar mis dientes de leche. Antes que el primer cigarro vienen las primeras pipas. Una droga legal, la puerta de entrada al vicio.

Después entendí que los del otro equipo de la ciudad también las tomaban y supuse que por Nervión habría otro hombre gordo, moreno y desdentado que vendía la diversión a un euro. Luego llegaron a los recreos y a golpe de puñados de girasol crecíamos, y nuestras conversaciones mutaban, y el acné poblaba nuestras caras, y en nuestro banquito el tiempo se medía en montañas de cascaras. Gastábamos la saliva en lo más importante: lo intrascendente para los demás. Sumamos ferias y los recreos se extendieron a los fines de semana, y después a cualquier tarde de tedio universitario. Y ya no hay hombre moreno, gordo y desdentado, ahora está el chino simpático que te saca la litrona del fondo del congelador. Y en la bolsa verde va el vidrio helado de cebada y los tres paquetes rojos de pipas. Y sentados en el maletero de un coche, en el descampado de la EME, con el Guadalquivir de fondo, un grupo de chavales apuñalan a la rutina bebiendo cerveza, fumando y escuchando música. Hacen lo de siempre, cincelan la amistad con sus dientes, se sienten Reyes.

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En memoria de Antonio Reyes Carmona.

Santi Gigliotti
Twitter: @santigigliotti

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