El Cristo de la cultura

Comienza la Semana Santa que lleva semanas pregonando la ciudad más bella del mundo. Comienza la celebración de la fe, de la tradición, de la expresión más viva y acabada de nuestra cultura milenaria. El catolicismo y la Iglesia Ortodoxa encontraron siempre en el arte y la cultura un vehículo de evangelización y catequesis increíblemente poderoso.
Y para muestra un botón. Un sacerdote asturiano amigo mío pasaba en Málaga sus vacaciones con familias de varios lugares de España. Los niños le hacían las típicas preguntas: “¿Tú por qué no te casas?”, “¿un cura cuánto cobra?”… Don Antonio quiso aprovechar la oportunidad para darles su catequesis playera, así que les devolvió el interrogatorio. “Vamos a ver -dijo el cura-, ¿alguien podría decirme cómo murió Jesucristo?”. Los niños lo dejaron boquiabierto: “Lo ahorcaron”, dijo uno de Bilbao; “Lo quemaron”, le largó el de Tarrasa; “¿De un tiro?”, el de Murcia al menos estaba dudando… “¡En la Cruz!”, exclamó un sevillanito sorprendido por aquellas respuestas.
- “Muy bien, Fernando, en la Cruz. ¿Y quién lo mandó matar?”, continuó indagando don Antonio.
- “Lo mandó matar Poncio Pilato. Y eso que Claudia Prócula intentó convencerlo de que lo soltara”, se explayó Fernandito mientras sus padres sonreían.
- “¿Quién? ¿Claudia Prócula? Fernando, hijo, ¿esa quién es?”, le preguntó el sacerdote sin salir de su asombro.
- “La mujer de Poncio Pilato, ¿quién va a ser?”, contestó el niño extrañado. “¡Pero, bueno! ¿Y eso tú cómo lo sabes?”.
- “Porque sale en el misterio de La Sentencia y yo voy de nazareno en la Macarena”.
No cabe duda de que esta faceta se cumple, y muy bien, en la catequesis callejera más sublime de nuestra tierra. Pero ustedes saben que ahora viene el toque de atención, así que no lo haremos esperar.
Siempre he considerado que en nuestra Semana Santa se da una paradoja de fondo que no está exenta de riesgo. Esas cofradías que el cardenal Niño de Guevara potenció como dique de contención del protestantismo centroeuropeo que arribaba por el puerto de Sevilla, terminaron consagrando una comprensión de la fe mediada por la cultura. Es decir, no se evangelizó la cultura, sino que se adoptó su forma sin ni siquiera evolucionar sustancialmente. Y eso es, precisamente, lo que el protestantismo liberal lleva dos siglos pregonando: no hay conflicto entre Dios y la cultura, entre Dios y el mundo. La fe, por tanto, puede asumir la cultura sin temor.
El protestantismo liberal de Friedrich Schleiermacher o Albrecht Ritschl piensa en Cristo como inspiración de los avances logrados por la comunidad cultural. En el cristianismo liberal, sea protestante o católico, hay una supremacía de Cristo sobre el mundo, pero no hay espíritu crítico. La fe no es contracultural, sino que se vivencia en forma de síntesis con la cultura dominante. La fe es cultura y la cultura está inspirada por la fe.
La fe liberal bendice así el orden establecido. Esta teología es la que llevó a Adolf von Harnack a firmar el escrito de apoyo al nacionalsocialismo o legitimó al nacionalcatolicismo franquista. Incluso hace pocas semanas asistimos a un ejemplo más reciente, cuando el pastor afroamericano Wayne T. Jackson bendijo a Donald Trump en su investidura como presidente con unas palabras que invocaban la prosperidad y le presentaban como el elegido de Dios. Es conveniente recordar aquí que Jackson es un líder mediático y el millonario propietario de una de las mayores mansiones de Detroit.
En resumen, las Hermandades y el protestantismo liberal confluyeron en la idea de que el cristianismo es armonizable con la cultura, cuando no directamente un subproducto cultural. ¿Les suenan expresiones como “vivimos en una cultura cristiana”, “así es como Sevilla vive la fe” o aquello otro de “el Evangelio según Sevilla”? Bien, pues esto es lo que hay detrás.
Tomando todo lo propicio del catolicismo cultural, no podemos olvidar que Jesucristo tuvo un choque muy profundo con la cultura. Dominus flevit, el Señor lloró. Eso nos narró san Lucas cuando Jesús descendía por la ladera del Monte de los Olivos y vio la muralla y el templo de la ciudad de Jerusalén. Jesús lloró por las entrañas duras de un pueblo que no le reconocía. Le ajusticiaron por blasfemo, por hacerse como Dios, por suponer una amenaza para el poder religioso y una molestia para Roma. No compartió la imagen de Dios de su pueblo, no compartió su etnocentrismo, no compartió la visión de la mujer de su época, fue un desarrapado insobornable, expulsó a mercaderes y cambistas, llamó zorro al rey Herodes, denunció la hipocresía de su cultura, huyó del reconocimiento y prefirió los arrabales hasta para nacer lejos de los palacios… dijo que de toda la belleza de aquel Templo y sus exvotos no quedaría piedra sobre piedra.
El núcleo de su predicación fue la incondicional autoridad de Dios sobre el cristiano, de modo que rechazó toda pretensión de lealtad a la cultura. De hecho, ésta fue la forma de vida típica de los primeros cristianos. Por eso los escritos esenciales de la Iglesia primitiva como la Didaché, El Pastor de Hermas, la Epístola de Bernabé y la Primera Carta de Clemente presentan el cristianismo como una forma de vida completamente separada de la cultura, como pueblo nuevo y peculiar.
No se trata de un dualismo Dios-mundo, como el de Tertuliano o León Tolstoi, para quienes la corrupción humana parte de la cultura y sus instituciones. Más bien se trata de recuperar el sentido profético de la fe, su dimensión escatológica, su propuesta genuina de valor y de sentido, su ser esencialmente una alternativa al mundo, y no el fruto de una cultura, un lenguaje y un universo expresivo.
Y aquí anida realmente el peligro, porque si la Semana Santa termina convirtiendo la ciudad en el escenario barroco más hermoso del planeta, las Hermandades no habrán detenido el avance de la secularización. Recuerden que la fe liberal es la obra maestra del capitalismo, porque la fe liberal es una experiencia pseudo-religiosa sin fe, sin aguijón escatológico, sin capacidad de cuestionar a nadie; que reduce la fe a una paleta de emociones íntimas sin moral, que la relega a la esfera de lo privado aunque se celebre en plena calle.
Por eso nos conviene no olvidar que una Hermandad es un camino de santidad y, en cuanto tal, debe ser un contrapoder antes que una presidencia llena de varas a repartir entre los que manejan el cotarro.
