El Cañuelo

Iba a escribir de política, a hacer un compendio de astracanadas semanales, a hilvanar una crítica absurda contra personas más absurdas aún. Iba a darme golpes en mi pecho de 21 años, a mandar al ministerio sin número de mi vanidad un sobre con pólvora, iba a edificar a trompicones una columna de enfado de la que luego renegaría cual maño ilustre y acongojado. Iba a poner la cara esa tan graciosa que pone el tal Figueredo de Vox, que, escuchando sus discursos, parece estar siempre bajo los efectos de su primer canuto, ese que le daría a probar el más liberal de los numerarios en aquel retiro espiritual. Iba a subirme en el estrado de mi pueril indignación a dármelas de culto y responsable. Pero no, siempre hay cosas más importantes que las cosas que presumiblemente son importantes.
Prefiero sentarme aquí, en este quitamiedos, en este escaño callejero, a hablar desde mi confortable descampado a lo Álvaro Benito, sin reparar en que está el micro abierto, consciente de que lo que cuente os puede importar lo mismo que el Spotify Wrapped de ese chaval que seguís en Instagram porque os hicisteis íntimos amigos en una noche de borrachera en un piso y al que nunca más volvisteis a ver. Creo que los 35.786 minutos escuchando a Quevedo y a Eladio Carrión están bien invertidos. Y estoy muy orgulloso de que este año haya escuchado 424 géneros distinto habiendo alcanzado la insignia del “géneroverso”.
Sin duda alguna, por cosas como esas, pasaremos a la historia, y sin necesidad de reivindicarlas. Por muy estupendos que nos pongamos nunca será lo mismo desenterrar a un dictador que poder decir que te encuentras entre el 0,5% de los oyentes más fieles de Aitana. A la historia conviene pasar sin querer, sin pensar en la eternidad. Si pasas a la historia como el tipo que dijo que pasaría a la historia, la historia acabará pasando de ti. Los hitos están ahí, se buscan, pero hay que dejar que la gente los digiera y te los atribuya libremente. Para pasar bien a la historia es importante trabajar para que cuando te marches se te eche de menos.
Hace unas semanas, pasaron por el grupo de los chavales una foto del Cañuelo, nuestro bar de confianza, precintado, con su entrada sellada. El verde de su persiana distaba mucho del verde esperanza, era un verde ennegrecido. Fachada triste, amarillo apagado. Nunca había pensado en cómo me sentaría la muerte de un bar, nuestro bar, y sentí un pellizquito, me asaltó la pena y la nostalgia, que, aunque sea de cosas que pasaron hace poco, no deja de ser nostalgia, igual de punzante, igual de atroz. En ese bar de Los Remedios, con parroquianos que nos doblaban la edad, nos bebimos nuestras primeras cervezas, cuando aún eran ese brebaje amargo que nos empeñábamos en probar, y, en su vieja mesa de billar, tapete gastado con marcas de culo de vaso, jugamos mientras bebíamos y hablábamos, sintiéndonos niños de pelis quinquis en los recreativos.
Entre padres beodos con jersey de pico y fijador, viejos de transistor y hípster con piernas tatuadas, fuimos creciendo mientras Emilio abría el grifo de la birra y se repetían en la TV los videoclips de los 80. Era nuestro refugio, nuestra sala de guerra, nuestra consulta. Allí aprendimos a beber tranquilos y a hablar de verdad, en amistad, lejos de la muchedumbre de botellones y discotecas. Vimos fútbol y pasamos tardes de julio y agosto bajo el aire acondicionado esperando a que cayera la noche para poder volver a la calle. Un sitio atractivamente antiguo, con su gente antigua, con su barra de madera rallada, con sus mesas antiguas y hasta con un pinball antiguo. El paraíso perdido.
El caso es que el otro día volvieron a pasar una foto por el grupo de WhatsApp y no, El Cañuelo no ha cerrado, al Cañuelo le han hecho una cirugía estética y ahora parece una de esas modelos viejunas con más labio que cara. Ni rastro de la persiana verde, ni de su fachada amarilla, ahora el 1983 del letrero queda absurdo con esa tipografía de tienda de personalizar manteles. Ahora es un sitio de banquetas altas y veladores minimalistas. Por lo que me han contado sigue estando la mesa de billar y mantienen a los mismos camareros. Pero no sé si será lo mismo. Lo reconozco, tengo miedo de que, como ha escrito Luis Ybarra esta semana, haya sucumbido a esa creciente tendencia de Sevilla: “donde resulta más sencillo comer tataki de atún un miércoles que tomar unas cañas entre amigos a un precio razonable”. En esas estamos, solo queda aferrarse a lo que dejó escrito hace poco el columnista revelación: “ Hay que ser optimista, porque ser cualquier otra cosa no sirve absolutamente para nada”.