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El artista

El artista

Frente a la entrada de la fábrica de Espuny había una harinera. Sus edificios eran altos como bloques de pisos y estaban repletos de ventanas; en la parte exterior, arriba del todo, se leía «AÑO 1958. SAN FRANCISCO. FÁBRICA DE HARINAS NEUMÁTICA» en azulejos amarillos.  Un día, a finales de los sesenta, al volver del colegio, mi hermano y yo vimos a los pies de aquellos edificios a un pintor. Daba la espalda a la harinera y se hallaba ante su caballete, trabajando. Vestía a la manera de los artistas de finales del siglo xix, con un blusón largo hasta las rodillas y una boina en la cabeza. Corrimos para verlo de cerca. Era un señor mayor, muy delgado y un poco jorobado, poco más alto que nosotros, niños. Poseía una nariz formidable de esas propias de personas fuertes y sensibles, manos poderosas y unas gafas rectangulares de montura oscura tras las que asomaban, tímidos, unos grandes ojos tristes. En la mano izquierda sostenía una paleta muy usada, donde mezclaba los colores, y en la derecha el pincel. Era Jesús Quijada, «Quijaíta». Estuvo a pie firme en aquel lugar mañanas y tardes durante casi una semana de primavera, y nosotros todos los días con él desde que llegábamos del colegio hasta que nos llamaban a comer. Dibujó primero, y pintó después, la entrada de la fábrica de Espuny y todo el trasiego que le era propio: personas, carros y camiones mezclados en una actividad incesante. Para acabar, y aunque la pintura parecía finalizada, cogió un pincel muy fino y pintó en el cielo, entre las nubes, un helicóptero muy peculiar, de aire futurista y diseño propio. Entonces, y casi por primera vez después de una semana, nos habló. Nos dijo: «Venid conmigo, que voy a venderle el cuadro a vuestro padre». El artista recogió sus cosas, las cargó como pudo —no quiso que lo ayudáramos—, cruzó la carretera y entró en la fábrica con el cuadro en la mano. Nosotros le seguíamos orgullosos, como si fuéramos los ayudantes de un mago.

El despacho de nuestro padre era el sanctasanctórum de nuestras vidas. Él pasaba allí el noventa por ciento de su tiempo, entregado a una actividad empresarial inagotable. Era el jefe supremo de toda aquella estructura. Contaba con decenas de empleados que le respetaban hasta el punto de descubrirse para hablar con él. Nuestro mundo era otro, el de los juegos y el colegio, y en su despacho solo entrábamos unos instantes para darle un beso. En aquella ocasión, al llegar a la oficina siguiendo al pintor, nos sentíamos especialmente importantes y, sobre todo, rendidos admiradores del artista. Un empleado avisó a nuestro padre de la intención del pintor y nos hizo pasar al despacho. Los niños permanecimos callados. Quijaíta no se descubrió, no quiso sentarse y habló con nuestro padre de igual a igual, incluso con arrogancia, consciente de la superioridad del arte. Nuestro padre, en el fondo divertido con todo aquello, no le discutió el precio —muy humilde, por otra parte— y le compró el cuadro. Acabado el trato, Jesús Quijada se despidió de nosotros y subió hacia el pueblo lento, rodeado de margaritas y jaramagosdisfrutando del paseo, como si caminara al ritmo de una música que solo él podía escuchar. Al cabo de un par de minutos, superó la caseta del fielato y desapareció camino del barrio de Fátima, donde vivía y comunicaba su arte con generosidad solemne.

Pocas visitas tuvimos como aquella, tan especial, tan definitiva.


La foto de Jesús Quijada apareció en El Paleto 2ª Época(n. 25, febrero-marzo de 1982, pág. 11). En esa publicación no hay constancia de su autoría.

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Víctor Espuny.


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