El aliñao


La presencia ―o ausencia― en un determinado episodio puede venir marcada por el azar. Yo no formaba de aquel tribunal médico que integraban un capitán y un comandante médicos y presidía un orondo coronel de infantería que enarbolaba un descomunal. Pero mi destino durante la mili en la Caja de Reclutas hizo que me enviasen a aquel acto como mecanógrafo para tomar nota de lo que allí se decidiese.
Si alguien piensa que un tribunal médico para decidir sobre las alegaciones con que algunos jóvenes pretendían quedar exentos del servicio militar es un proceso rutinario y tedioso, se equivoca. En el que yo presencié, fui testigo de casos variopintos y situaciones verdaderamente desternillantes. Sin embargo, puesto que el autor de estos cuentos se ha propuesto que vengan todos engarzados por un halo de tristeza, contaré en él solo el lamentable episodio que acabó con un final trágico.
Sobre una mesa, un grueso mazo de papeles recogía las más diversas y extrañas alegaciones. El capitán, el inferior en rango ―por supuesto, yo no contaba― cogía una de las alegaciones, pronunciaba en voz alta el nombre del firmante, leía su escrito y entre él y el comandante comentaban los entresijos del caso, antes de que el coronel decidiera.
―Este mozo presenta certificados del Registro Civil, del Ayuntamiento e incluso de la Guardia Civil que sostienen que su padre falleció hace siete meses y en su casa no entra más dinero que el de su jornal, con el que ha de mantener a su madre.
En ese momento intervenía el coronel, que juzgaba con acritud cualquier petición:
―¡Apañados estamos con tantos hijos de viuda! La Patria ―lo decía así, con énfasis de letra mayúscula― los mantiene y ellos, desagradecidos, escurren el bulto.
Otra petición podría ser:
―Este presenta certificado médico que diagnostica lesión osteocondral del astrágalo de la polea del pie izquierdo ―leyó el capitán, provocando un rugido del coronel:
―¡A mí me hablas en cristiano, cojones, que yo soy soldado y no matasanos!
―Pues que tiene una lesión en el cartílago que une tibia, peroné y astrágalo ―aclaró el comandante.
―¿Y eso es grave? ―preguntó el coronel, que no sabía qué era el astrágalo.
―Provoca molestias al apoyar el pie, pero tiene pronto remedio.
―¿Sí? Denegada la petición. Dos días de marcha y astracán curado.
El capitán ―una tras otra― seguía leyendo alegaciones. Llegado un momento, hizo una pausa y comenzó a reír mirando el papel que tenía en las manos.
―¿Qué pone ahí que sea tan gracioso? ―preguntó mohíno el coronel.
―Usía perdone, mi coronel, pero es que hace años que no encontraba uno de estos. Lo firma un psiquiatra que sostiene que el mozo padece un trastorno endocrinometabólico, crónico e irreversible, que le produce alteraciones morfológicas y funcionales.
―¿Me queréis explicar qué carajo es eso?
―Verá, mi coronel; eso quiere decir que este fulano es homosexual.
El coronel enrojeció y gritó lleno de rabia:
―¿Otro maricón? ¡Pues a Obejo, a ver si le quitamos las ganas de ponerse la peineta! ¡El siguiente!
Al oír el nombre del siguiente me sobresalté. Si no me equivocaba, se trataba de un paisano mío y, además, conocido del instituto. El capitán habló con parsimonia:
―Pues si el anterior le parece raro, no digamos este. Se lo leo tal cual: El que suscribe, Indalecio Mejías López, expone a V. E. le sea concedida licencia que lo exonere del servicio militar por la razón de encontrarse aliñao y no poder ser dueño de sus actos. Es gracia que espera le sea concedida, etc., etc.
―¿Qué coño es eso de aliñao? ―inquirió el coronel, cada vez más enfurecido.
―Hay pueblos ―comenzó a explicar el comandante― en que existe la creencia de que algunas esposas, e incluso novias, dan a sus maridos y novios un bebedizo hecho con hierbas anafrodisíacas y otras cosas que callo por respeto a usía que no solo evita que se sientan atraídos por otras mujeres, sino que, según el aliño, pues ese es su nombre, puede crearles una dependencia que los fuerza a no separarse de quien se lo da.
El coronel ya no pudo contener más su ira:
―¡Pues aunque el aliño sea de aceite y vinagre solo, me cago yo en todas las hierbas panafricanas esas o como se llamen! ¡Y aquí cerramos el tribunal, que ya es la una! ¡Denegadas todas las peticiones pendientes!
Se levantó violentamente volcando la silla en que estaba sentado y se marchó dejándonos allí al capitán, al comandante y a mí. Mi vida habría seguido su curso normal de no haber sido porque conocía al joven que se declaraba aliñao. Seis meses después, ya licenciado, regresé al pueblo. Casualmente, hablando con los amigos, me enteré de la trágica noticia. Tan firmemente convencido estaba Indalecio Mejías López del poder de los aliños que no asumió tener que verse apartado de su novia. Apenas llevaba un mes en la sierra cordobesa, en Obejo, cuando ―dicen que la madrugada de marzo era fría y que todo fue consecuencia del aliño― un soldado que hacía su ronda de guardia lo encontró colgado de una encina.
Licenciado en Filología Románica. Profesor en Lora del Río, Fuengirola y Málaga, donde se jubiló. Participó en experiencias y publicaciones sobre Departamentos de Orientación Escolar. Colaborador de la revista Spin Cero, galardonada en 2003 con el Reconocimiento al Mérito en el Ámbito Educativo, e impulsor de la revista-homenaje Picassiana. Editor de Todos con Proteo, publicación colectiva en favor de la Librería Proteo tras su incendio. Desde 2006 mantiene el blog La Agenda de Zalabardo.
Autor de cuentos y novelas, de las que ha publicado tres, una permanece inédita y una quinta está en proceso de creación. Reside en Málaga.