Eficiencia o deseducación
por El Pespunte
11 septiembre 2012
Para seguir con la línea sobre la juventud iniciada con el texto Juventud de juventudes y espoleado por el artículo que al respecto escribió mi colega José María Sierra en El Pespunte, constato que acudir a cualquier reunión social donde se coincida con padres se está convirtiendo en un martirio chinesco. Pienso en un potro de tortura, visto en un escabroso museo de Praga, donde cuatro sogas descoyuntaban las extremidades del ajusticiado con menos prisas de las que éste desearía, y se me antoja misericordioso. En concreto, los verdugos son padres cuyos hijos crucen el desierto del bachillerato. Tercie o no tercie, se les pregunte o no se les pregunte, se esté hablando del Madrid o del Barça, en un momento dado sale a relucir las estratosféricas notas de su infante, que ya cría cerdas y se agarra con desespero al váter alguna madrugada que otra, que ya sabe de la bilis. “Mi Jaimito tiene un 9 con… mi Periquito un 9 y…”. Soporífero. “El problema del mío es la química, no ha superado el 8 y medio”. Delictivo. El conflicto no iría más allá si se solucionara con alejarse subrepticiamente hacia la barra, pero la pesadez supina de los progenitores manifiesta un problema mayor, uno estructural. Con esto pretendo decir que incumbe al aplicado hijo que subsiste, al laborioso padre que lo sembró, a la amadísima madre que lo gestó, al respetable profesor que lo adulteró y al sistema –qué decir- que lo cobija –mi vecino diría “que lo somatiza”, pero sería decir otra cosa, al menos dos otras cosas-.
Nuestros bachillerandos –y plin- adolecen de efectividad, y adolecen bien, vaya, que están enfermos. Nuestros institutos parecen canódromos –ja, ja, ja de jadeo-. La darwiniana competitividad de nuestra sociedad –que está en crisis, no olvidemos, y no es por la caridad- se ha filtrado hasta anegar todos los estratos educativos, como el agua de lluvia. En la enseñanza media se refriegan, aunque dejándolo caer con disimulo, su valía en un baremo del uno al diez. En la superior se desorejan, más abiertamente aquí, para conseguir tal apunte en detrimento del compañero. La idea es: o él o yo; ¡es tan estrecha la puerta de la complacencia! No ya del éxito, porque cuando uno va a morder el éxito, se muerde la mano. Hay una especie de espectro, una sombra que, tejida en factorías estadounidenses y a modo de futuro funesto, sobrevuela el imaginario de nuestros estudiantes: “no seas un perdedor”. “Loser”, le espeta la mujer de Chicago a su marido en paro. Nadie quiere ver teletienda y apurar el contorno de sus uñas, así que emplean cada minuto de sus vidas en estudiar las asignaturas, los idiomas, en simultanear cuantas carreras permita la universidad pública. Prácticamente renuncian a la frescura de la irresponsabilidad desordenándoles el pelo. No ejercen la independencia y, como si su humanidad no bastara, andan en constante intento de justificación. Un amigo sacerdote me contaba que cuando entregan el doctorado son obligados a recitar el Credo, vaya que se hubiera descascarillado la ortodoxia en algún punto de su fuero interno. En institutos y universidades deberíamos hacer algo parecido y, antes de entregar el título, obligar a los estudiantes a desmelenarse un poco y gritar con el mismo vitalismo que exudaba Chaplin: “¡No sois máquinas!”
No intento promover la vagancia. Cada cual tiene el deber sagrado de dar lo mejor de sí, pero la cuestión es ética, ¿qué es lo mejor, lo más bueno? El error de esta generación es identificar el correcto crecimiento de la persona con la nota media y basta. La equivocación es más grave aún en el sistema educativo que nos ampara. Una vez lograda la escolarización obligatoria, se debería emplear esos valiosos años –que además no vuelven, los muy descastados- para potenciar la moral, el pensamiento, la curiosidad y la sensibilidad de los alumnos. No obstante, las escuelas e institutos se pliegan a absurdos temarios autonómicos que hacen de la enseñanza una acrobacia de la memoria. Algunos profesores hay que se sobreponen e incuban el amor por una materia que suele acompañar a su escolar de por vida, mi agradecimiento y respeto para ellos. Pero el común denominador suele ser el contrario, aunque sea auspiciado por la buena intención de unos docentes que no quieren verlos tropezar en selectividad. Se favorece así el estudio de la mula. Les recuerdo que se llama así a quienes viajan a Marruecos para ingerir alrededor de un centenar de huevas de hachís. Pasan la frontera y, en plazo de unos cuatro días, las defecan y limpian para su comercialización. Ese es el estudio que se patrocina: ingesta masiva- defecación. No recuerdo quién decía que conocimiento es aquello que queda cuando se te olvida lo estudiado. Memorizan las líneas básicas del pensamiento cartesiano o las imágenes más significativas de Platón, pero lo hacen como el papagayo, sin extraer consecuencias vitales, sin hacerlo propio. Se puede sacar la máxima nota en filosofía y despreciar profundamente el pensamiento, cómo se explica eso. Hemos ayudado a que el joven sea aplaudido por regurgitar cuanto haya aprendido para consagrarse luego a la banalidad que no se le enseñó a detestar.
Del Blog Animal de Azotea.
Periódico joven, libre e independiente.
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