
EL POYETE
Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.
Esta semana se me ha ido y no sabía si estaba emocionalmente preparado para abrir esa caja de truenos que son los recuerdos. Probablemente no lo esté, escribir sobre lo que le subraya a uno es ir a la gresca, dar palos de ciego en la nitidez de lo que ni en cien vidas dejarías que se perdiera. Expresarnos es lo que nos separa de la muerte, acordarnos es el antídoto contra el desamparo. Lo tengo cojeando en la invisibilidad de mi dolor, dando esos pasitos, los más vacilones de mi barrio, con la pata trasera derecha, con las orejas yendo y viniendo, sacando el colmillo, gruñendo de gustito. Porque él gruñía de gustito y le enseñaba la barriga a quien le daba la gana.
No buscaba gustarle a todo el mundo, porque entendió que el mundo era un lugar para estar contento y no para contentar. Es el encanto de los seres apáticos, que no andan por ahí con los afectos de escaparate, poniéndole descuentos a su espíritu. Ellos eligen en quien confían, a quienes le entregan su vida. Crecimos juntos, forjamos nuestro carácter sobre los adoquines de unas décadas que ya no están, nos creíamos más de lo que éramos y menos de lo que pensaban que somos. Estoy convencido de que él se sabía un rottweiler o un pastor alemán sin levantar un palmo del suelo, lo descubrí las veces que lo vi dispuesto a ir a la contienda contra rivales que le doblaban en altura y peso, cuando se hacía el chulo y el galán tratando de montar a las galgas que le sacaban tres cuerpos.
Ni un paso atrás nunca, el miedo solo es un estorbo, los complejos son la perspectiva errónea de los cobardes. Somos lo que creemos que somos, no lo que nos tocaría ser. Y si hay que elegir ser algo, lo primero es ser valiente. Jamás negoció el esfuerzo, porque antes de que alguien le explicara los límites él ya los había sobrepasado. Iba hacia adelante, sin cuestionarse si luego habría que volver. Comía, bebía y follaba como si el mundo fuera una mentira que, en algún momento, sin avisar, nos fueran a arrebatar. Le daba mordiscos a las olas, levantaba la pata en los callejones, mascaba la hierba y le sacaba la lengua, cuando andaba cansado, a una vida de la que nunca se aburrió.
No era de esos perros que te traen el juguete o te dan la patita, te entregaba el corazón sin saber que tenía un corazón, demostraba el cariño sin ser consciente que tenía la capacidad de cambiar un día. Se hacía un ovillito en el hueco que le dejaba mi madre cuando se recostaba en el sofá, se me sentaba debajo de la silla cuando yo leía. Custodiaba lo que entendía que era suyo.
Se ha muerto después de muerto, desafiando las leyes de la naturaleza y los diagnósticos de veterinarios que no daban crédito a la fortaleza de un animal que le echaba cojones hasta al maldito umbral de la existencia. El año pasado, en su último duelo contra lo sobrenatural, una mañana desapareció. Lo busqué, le silbé, le grité, y no contestó. Cuando lo encontré, estaba en una esquina, moribundo. Se había ido a echar a un escondrijo, en silencio, sin querer hacer ruido ni molestar, como intentando quitarnos el mal trago de verlo marchar. Sus ojos me dijeron lo que era la nobleza, lo que significaba el cariño irracional.
Hace tiempo, saqué una foto de su huella. Está guardada en mi galería para hacerme un tatuaje sobre el tatuaje que él me ha dejado. Se ha ido a las puertas del verano, su momento favorito del año, queriendo llevar la dignidad hasta sus últimas consecuencias. Fantaseo con que ha puesto rumbo a ese lugar secreto sobre el que murmuraba en sus cabezaítas en el césped del Puerto. Allí donde seguro que había latas de atún ilimitadas, donde el sol se escondía y él gobernaba los Jardines de Murillo, Vistahermosa y el Patio de Banderas. Están cayendo lágrimas sobre mi teclado, la cajita de truenos me estalla en el pecho, escribir sobre lo que le subraya a uno es ir a la gresca. Era el mejor homenaje que le podía hacer a Dunki, mi hermano. Ya nos veremos por ahí, cuando la tarde se haga noche fresquita y podamos salir a cojear a gusto los dos. Te quiero, cabrón.
