Dónde queda el proceso


Uno de mis lemas modernos favoritos es ese de “disfrutar del proceso”. Lo habrán escuchado mil veces, todo el mundo se ha aprendido esa cantinela que queda como muy espiritual y cool, muy trascendente. Es un lugar común en el que se encuentran los psicólogos, los cantantes, los deportistas, los jóvenes emprendedores de marcas de ropa oversize y los que han descubierto la pólvora con el supuesto juego que da el meter entre dos panes de hamburguesa las fantasías diabéticas que tenían de pequeños. Todo el mundo se goza mucho el proceso, y lo sueltan como compungidos en podcasts con letreros de neón.
Lo de disfrutar del proceso, claro, lo dice gente a la que supuestamente le ha ido bien, o peña que quiere aparentar que le ha ido bien o manifestar, que también está muy en tendencia, que le va a ir bien. Estos últimos, por ejemplo, a veces son sinceros y cambian el verbo ‘disfrutar’ por ‘confiar’. Es una fórmula que te ayuda a darte pompa e importancia, es el pretexto evocador de cualquier historia de superación. Porque todo el mundo ahora quiere tener una historia de superación y si no la tiene se busca la vida para inventársela o para copiársela (le llaman ‘inspiración’) a alguien. Construyen garajes mentales desde los que empezaron, magnifican fracasos y adornan sus testimonios para que empasten bien sus palabras sobre cualquier instrumental motivadora, que quedan de rechupete para darle aura a los clips virales.
Aunque pueda parecer lo contrario, a mí que la gente se encomiende y sepa saborear su desarrollo me parece estupendo. Lo que ocurre es que esta es de ese tipo de frases hechas que, al haber sido tan manoseadas y repetidas, muchas veces por verdaderos personajes de la Warner contemporánea, han pasado a identificarse en el imaginario colectivo como una boutade, pero no por eso creo que sea menos cierta o beneficiosa la idea. El caso es que en esta superpoblación de coachs (el otro día me salió dando lecciones sobre la vida un entrañable pitufo con sobredosis de algoritmo tiktokero que no pasaba de los 13) la sentencia ha perdido su sentido. Ahora es un comodín incorporado en el sermón de cualquier vendedor de crecepelo o de Nenuco.
Me parece algo muy necesario el ser capaz de deleitarse con las mieles de la evolución personal, que se aspire a crecer en el fragor del día a día, que nos concienciemos de que el prestigio, que no el éxito, (he aquí una de las mayores confusiones de éste nuestro siglo) es una espesa, dulce y deliciosa crema pastelera que se logra removiendo y removiendo con la cuchara de palo de la rutina. Que todo lo que merece la pena nace del esfuerzo, del sacrificio, de chocarse con el muro de las lecciones y aprender palpando en nuestra frente el chichón de los errores. Me encanta esa fascinación y ese ensalzamiento de la artesanía del progreso individual, pero me chirría que se explote tanto en un presente en el que cada vez es más común que el callejero vital de los individuos esté plagado de atajos, en un tiempo en el que cultivarse viene a ser un sinónimo de aparentar, de ciclarse en el gym, en el que el único aliciente de la gente para arrancar los hierbajos de la ignorancia es poder contonearse en su perfil.
El Loco de la Colina señaló hace más de una década que cada vez había más sujetos orgullosos de su analfabetismo, su sectarismo o su estupidez, que se pavoneaban de sus limitaciones. Observo que esta tesis ha experimentado una especie de transformación. Los que antes sacaban pecho de sus lagunas se han dado cuenta de lo ridículo que es presumir del pelaje de borrego y, ahora, aunque siguen sin tener ni puta idea de casi nada y continúan teniendo el don de la curiosidad anestesiado, van de outsiders, de poseedores de una verdad a revelar a la que han llegado a través del estoicismo y las meditaciones de Marco Aurelio. Ahora vuelve a ser guay ser culto, que no culturizarse. Ser un pasota ya no mola, lo que renta es pontificar. Y todos esos iletrados que portan el estandarte de las reflexiones más elementales, tienen una cosa en común. Han armado un discurso muy interesante, nótese la ironía, basado en la lectura de dos artículos, una charla de Jordi Wild y media clase universitaria, sobre la Inteligencia Artificial.
Ese es el nuevo tema estrella entre los aspirantes a criptobros, que elaboran una chapa considerable sobre ‘lo que se viene’, lo que luego te acaban confesando, como si al contártelo te tuvieran que matar después, que ‘ya es una realidad’. He conocido a varios, cada vez hay más, que no solo no se conforman con explicarte las virguerías que ellos hacen con la herramienta, sino que también tienen una curiosa necesidad por desalentar a los demás y demostrarles que aquello a lo que se dedican es totalmente irrelevante y reemplazable, una pérdida total de tiempo.
El otro día me topé con uno de estos iluminados que se coló sin permiso en una conversación. Empezó su alocución con un canónico: “Leer es ya una tontería, para qué te vas a tragar tochacos si cuando necesites saber o aprender algo sólo tienes que preguntárselo a la IA”. Estuve a punto de contestarle un escueto “por placer”, pero, por no darle más cancha de la necesaria, opté por asentir y acordarme internamente de aquella frase de Forrest Gump. Lo que pasa es que el colega, no sé muy bien por qué motivo, venía flamenco y no estaba dispuesto a detenerse tan fácilmente. «Tú eres el que escribe, ¿no?», me dijo señalándome con el dedo. Ojú. Viendo por dónde iban los tiros, le contesté: «Y tú supongo que eres el que no me lee, ¿no?». El tío soltó una risita y prosiguió con su previsible intervención. «¿Sabes que yo le puedo meter ahora mismo a Chat GPT todos tus textos y pedirle que me escriba algo sobre cualquier temática con tu estilo?». Sí, algo había oído, intenté zanjar mientras el carajote hacía el ademán de sacar el móvil del bolsillo para hacer una demostración que nadie le había pedido.
Entonces, viendo que el mamón cogía carrerilla, decidí utilizar una táctica infalible para estos casos que les recomiendo encarecidamente que pongan en práctica si se ven envueltos en esta tesitura de aguantar a pelmazos de este calibre. Decidí tomar la iniciativa de la conversación, neutralizar su rollo con el mío. A este tipo de gente que lo único que les gusta es escucharse esto los mata. Le conté una historia que de verdad me ocurrió y me marcó.
Fue en segundo de la ESO, en un examen de matemáticas. Nunca se me han dado bien los números, generé desde chico una especie de alergia hacia ellos que me llevaba casi siempre a moverme entre el suspenso y el aprobado ramplón. En ese parcial, no me acuerdo muy bien por qué, acabé sentado justo detrás de mi amigo Manolo, un as de la materia, de los que mejores notas sacaba de la clase. La cosa es que después de tres cuartos de hora dándole teclazos a la calculadora y tachando operaciones, vi que mi generoso compadre, imagino que harto de mis resoplos, elevaba sus hojas haciendo como que repasaba para que yo pudiera ver las soluciones, que él había señalado en grande con un cuadrado alrededor. Hoy triunfamos, pensé, nos salimos del parchís. Fui apuntando las respuestas, todas menos dos, no era cuestión de sacar un diez, con un siete me coronaba, y me inventé una compleja ruta con la regla de tres por la cual había llegado, por ejemplo, a saber que 283,6 era el resultado. Cuando terminó el examen, le di un abrazo a mi hermano y le agradecí su solidaridad por haberme salvado el culo.
Me las prometía muy felices hasta que a los dos días me sacaron de clase para hablar con Don Raúl, el profe de Mates. Adiós, pensé. Bueno, tranquilo, es su palabra contra la mía, me repetía. Hombre, Santiago, el hijo perdido de Pitágoras, me soltó. Ahí ya supe que estaba perdido. A ver si me puede explicar usted lentamente, para que yo lo entienda, qué mágico procedimiento ha utilizado para llegar de esto a esto, dirigía sus palabras dando golpecitos con el boli rojo sobre el folio. ¿Será posible que uno de mis alumnos más despistados haya dado con una nueva fórmula? No les puedo explicar el disparate que inventé porque no soy capaz de ponerlo en pie, pero tuvo que ser algo muy grosero, rollo sumar al revés los números del enunciado o alguna ocurrencia así. Como no sabía qué decir, seguí para delante con el farol. Lo he hecho de cabeza, Don Raúl. Creo que aún se está descojonando de aquello. Venga, siéntese aquí a mi lado y explíqueme el proceso, lo quiero detallado, paso por paso. Sabiendo ya que estaba totalmente vendido, no hice ni el ademán de coger el boli. Consciente de que no podía bajo ningún concepto confesar que había copiado porque entonces estaría inculpando al pobre Manolo, decidí seguir, ya en tono de broma, para ver si se ablandaba, con aquella chorrada de que en un momento de inspiración lo había sacado con la cabeza. Pues grábese esto en la cabeza, sin procedimiento no hay solución. Tiene usted un cero.
Para cuando terminé la anécdota, el forofo de la IA ya estaba K.O, intuyo que dejó de prestar atención a la mitad. Sabiendo que estaba rendido y desarmado, y antes de que mostrase su intención de despedirse, le solté: desde ese día aprendí dos cosas. La primera es que hay que saber cuándo callarse y la segunda es que hay que darle mucha importancia al proceso. El tipo se excusó y se piró con su fallo en la Matrix encima, quiero imaginar que viendo cómo le formulaba a la IA la pregunta de qué hacer en estos casos. Pues disfrutar del proceso, amigo, disfrutar del proceso…

EL POYETE
Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.