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Días gemelos

Días gemelos

Siempre ha levantado en mí mucha curiosidad esa capacidad de encontrar la diferencia entre dos elementos que en primera instancia parecen calcados. Gotas de agua que caen de la misma nube, casi al mismo tiempo. Me ha pasado alguna vez, que he tropezado con dos hermanos gemelos y no me ha quedado otra que desechar el llamarlos por sus nombres, aunque me los hubiesen dicho cinco minutos antes. Ahí es cuando aprecias la riqueza de los términos como “quillo”, tan simples y tan amplios a la vez, tan capaces de conjugar la nada y el todo, de apelar a la confianza desde el recelo.

En esos momentos de incomodidad vas a charlar con los amigos de los protagonistas de tu confusión y estos se echan las manos a la cabeza y se preguntan cómo es posible que no seas capaz de distinguirlos. Todos coinciden en lo diferentes que son, y es porque tienen muy interiorizados los atributos de cada uno. El desconocimiento siempre nos lleva por el camino más corto, el roce, antes de hacer el cariño, nos muestra la singularidad con la que podemos decidir encapricharnos. Cada persona tiene su fachada y por muy parecida que sea a la del edificio de al lado, los que regentan el interior son totalmente diferentes entre sí. Parecerse es un camuflaje involuntario. Apreciar un parecido es la mentira piadosa de nuestros ojos, la trampa de la realidad.

Al hermano del 20, el 21, le han salido los días gemelos. Los pones uno al lado del otro y es imposible apreciar la diferencia. Desde hace un año, vivimos encerrados como hámsteres dándole vueltas a la rueda de unos días que se repiten. Es curioso, porque vivimos un deja vú constante a pequeña escala, en nuestra vida y entorno, mientras en las afueras, en la jungla del devenir social estamos experimentando novedades a todas horas, estamos viviendo tantas cosas por primera vez, que la palabra ‘inédito’ lo único que nos suscita es aburrimiento. En nuestro día a día, vivimos en un bucle recurrente, en una vorágine de cosas que hace 365 noches nos parecerían impensables, y que, ahora, se han instalado en nuestra cotidianidad. Y es que, si algo tiene el ser humano, es que es capaz de acostumbrarse a cualquier cosa. Ahora, convivimos con bozales, colonizamos las terrazas de los bares de seis en seis, rehuimos el roce, por acostumbrarnos, desgraciadamente, nos hemos acostumbrado a que se caiga un avión simbólico todos los días.

En esta rutina de la desgracia, hacemos siempre lo mismo, pero de distinta manera, todo depende del ánimo, que inevitablemente, suele verse afectado. Hay días en los que duermo como un lirón, me acuesto como Koke detrás de la barrera, olvidando la idea de que se está botando una falta y me puedo llevar un pelotazo. Luego, aunque haya descansado relativamente bien, puedo levantarme con el pie torcido y vestirme de Najwa Nimri y ponerme violento con todo aquel que se cruce en mi camino. No es nada fácil relacionarse ahora, antes, el contacto físico y los abrazos nos ahorraban muchos malos tragos. Si por lo que fuera estabas rebotado, podías desahogarte sin hablar, expresarte sin esfuerzo. Ahora la reticencia al contacto nos obliga a expresar nuestra contrariedad soltando todo por la boca, y claro, se dicen cosas que son mejor callarse. Un abrazo es una explicación muda.

Pero bueno, ahora mismo estamos todos igual, como cuando nos asomamos de noche a la ventana y vemos en el otro edificio una luz encendida. Nos reconforta de alguna manera ese insomnio compartido en la lejanía. Madrid se despereza de un invierno machacón, intentado aparentar una falsa normalidad que no le pega. Mi ciudad suspira por ver revirar un paso, por sentir un pisotón en una bulla. Estamos entrando en esa época en la que todo se vuelve un poco más claro, en la que oscurece más tarde y el sol deja de ser un funcionario para disfrutar de su trabajo. Esos días que piden desempolvar una lista de contactos más larga que la de Antonio Banderas y brindar con todo el mundo. Pero lo cierto es que no será así. Pese a que vaya pidiendo paso la primavera, la vida seguirá lenta y reticente como un coche de autoescuela. Menos mal que están nuestros políticos para aliñar este tedio a golpe de mociones y urnas, de quilombos y cambalaches. Solo pido la paciencia de Gabilondo para poder estar tranquilo mientras caen bombas a mi alrededor, para poder empezar a llamar por su nombre a estos días gemelos, para aprender de una vez a diferenciarlos, y suspirar porque a este año le empiecen a salir los retoños más rebeldes y diferentes. Lo mejor de una pesadilla es que después la vida te parece indiscutiblemente bonita.

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Santi Gigliotti
Twitter: @santigigliotti
Fotografía: Unsplash.

 

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