
EL POYETE
Sevilla, 2001. Caballo de carreras de fondo, escritor de distancias cortas. Periodista, bético, sevillano.
No hay cosa que ponga más ancho a unos padres que escuchar que alguien le dice que su niño está muy bien educado. Ese orgullo es otra liga, algo así como el momento en el que se homenajea a una leyenda que ya está en disposición de retirar su dorsal. Hay quien hoy piensa en la educación como algo casposo, reaccionario y punitivo. Creen los gilis que los modales son los barrotes de una cárcel antigua, que nos hace esclavos de ‘constructos’ y palabras así con las que se llenan la boca muchos iluminados. Piensan en ella como algo restrictivo, contrario a la libertad; cuando el más libre es el que sabe dónde están los pozos y los límites del buen gusto, el que conoce o intuye la ubicación exacta de lo correcto, y a partir de ahí es capaz de ubicar los demás parámetros. Los modales son el piso de la civilización, las credenciales de las personas bien queridas, que no mimadas, a las que les enseñaron a manejarse por este mundo en base a unos valores básicos que fueron los que le ayudaron a diseñar su ruta vital.
Con la falsa y bastarda lógica de llevar todo al terreno de la política contemporánea, es decir, del sectarismo idiota y viciado, hay quien mezcla interesadamente adoctrinamiento con educación. Suele pasar que éstos que invocan el verbo adoctrinar son personajillos grises que lo que precisamente buscan es imponer sus criterios y su morralla, siempre fea y grosera, vulgar y hortera. Hay muchas cosas que se han condenado últimamente en nombre de la libertad, muchos discursos tóxicos de gente que critica a la autoridad para erigirse como autoridad al mismo tiempo que quiere otorgar capacidad de decisión a personitas que apenas acaban de empezar a andar. Hay mucho mequetrefe por ahí suelto paseando un engreimiento impotente, mucho chavalito con los dientes de leche que ha aprendido antes a amenazar que a errar. Y no es culpa de ellos, es culpa de esta sociedad que reside bajo los cráteres de la demagogia.
Inculcar. Decidme que no es bonita la palabra. Inculcar suena a que te han enseñado algo con cariño, con la pasión de las cosas que se hacen despacito. Inculcar sabe a eternidad, a hierro candente tatuado sobre los años. Pero, ojo, con cariño no quiere decir sin riñas, sin castigos, sin los sinsabores oportunos y consabidos que ayudan a que las lecciones se graben allí dónde ni el olvido consigue llegar. Porque para aprender hay que haber pasado por la rabia, transitado por los páramos colorados de la vergüenza, tropezado con las rocas de lo que no entendíamos y nos juraban que algún día acabaríamos por descifrar. Todos aquellos chascos, aquellos días de incomprensión y cabreo, aquellos simulacros que nos enseñaron que el mundo no siempre iría al compás de nuestro capricho, sirvieron para aclimatarnos a una realidad que no perdona a nadie. Es más, sin ellos, sin aquellas privaciones ni llamadas al orden, sin todas esas veces que intentamos burlarlas, tampoco existirían los rebeldes. La rebeldía nace de la prohibición, por eso en estos tiempos de absoluta permisividad, de la culpa fue del chachachá, lo que tenemos son idiotas sin media guantá que presumen de una chulería del todo a cien, incapaces de revolverse de verdad, irrespetuosos que pasan del pechito palomo al pucherito en medio revés.
Y no, cuando hablo de educación, no hablo ni de rentas ni de creencias, me refiero a ese puñado de perlas de urbanidad básicas que constituyen una especie de manual elemental de instrucciones para desenvolverte como alguien que aspira a ser algo más que un animal. Cimientos que pusieron tus padres y tus profesores -que algunos hay que marcan-, provisiones éticas que te metieron en el macuto para que luego tú deambularas con ese kit de supervivencia por esta carretera que algunos proyectan como jungla.
Ahí van las que se me ocurren sobre la marcha. Mirar a los ojos cuando se te habla. Apechugar con lo que se promete. Coger bien los cubiertos. No poner los codos encima de la mesa. Dar los buenos días y las gracias. Saludar cuando entras, despedirte cuando sales. Llegar puntual a los sitios. Valorar el tiempo de los demás. Saber cuándo las bromas se acaban. Pensar en el de enfrente. Escuchar lo que la gente tiene que decir. Cuidar a los amigos. Respirar hondo cuando aprieta la furia en los nudillos, no martirizarse si algo no sale bien. Asumir responsabilidades, no cargarle el muerto a otro. Encajar el rechazo. No ser un rata, pero tampoco un manorota. No empeñarte en un error, sonreír cuando no sepas qué hacer, preguntar cuando no entiendes algo. Ir de frente, ser leal, no andar de puntillas por las espaldas de nadie.
Querer hasta que duela, quererte hasta que te cures. Frenar, retroceder y volver a ir para delante. Oler bien, vestir bien. Ser capaz de ser el mismo en el palco del Bernabéu y en el botellón del descampado. Que no siempre hay que reclamar la razón, aunque se tenga la certeza de tenerla. Que hay veces que no merece la pena responder a las afrentas. Levantarte si viene una persona mayor. Tratarla de usted. Ceder el paso y el asiento a las mujeres. Pedir perdón, no darle cuartelillo al rencor, que se enreda y escuece. Tener detalles. Caminar erguido. No agachar la cabeza. No amilanarte ante la injusticia. No creerte más que nadie. Trabajar la paciencia. No ir a donde no se te invita. Llevar vino a donde sí. No hacer las cosas buscando algo a cambio. Dejar espacio. Que el grito es el argumento del débil. Que la envidia es el credo del mediocre. Que el hambre y el sueño no son excusas para gruñir. Que nadie tiene culpa de que tengas un mal día.
Dejar las cosas como te las encuentras. O mejor. Esperar a que lleguen los platos de todos a la mesa para empezar a comer. No coger la última croqueta. Compartir. Callarte cuando no sabes de algo. No colgarte medallas. No darte golpes en el pecho. Ayudar a recoger. No corregir a nadie en público. Guardar los secretos que se te confían. Concienciarte de que lo que te apetece no es ningún mandato. Hacer de anfitrión si alguien se incorpora nuevo y anda perdido. Intentar, en definitiva, ser buena persona. Y, cuidado, que hay un porrón de excepciones. Que se puede ser un exquisito carajote, un loco de la liturgia y la ceremonia, un dandy con mucho porte, y una auténtica basura de ser humano. Ya les he dicho que esto no va de pasta ni de clases sociales. Va de bonhomía, de legados honestos.
Hay que buscar el equilibrio y la mesura, entender que la elegancia y la clase es algo que va mucho más allá de la ropa. Hay que preservar estos ancestrales rasgos de progreso que son los pilares de la convivencia y el buen funcionamiento de lo común. Si seguimos por estos caminos del viva la pepa, de pobresito mi niño, qué malos son con él, del tampoco es para ponerse así, se impondrá la dictadura de los bárbaros, la biblia de lo chabacano, esa que convierte en repelente todo lo que toca. Y empezaremos a asumir como algo normal que un pimpollo egoísta ponga en el autobús su música a todo trapo en un altavoz o que una señora diputada se despatarre en el escaño como si estuviera en el sofá de su puñetera casa.
